La función y el significado de las
fiestas es un tema apasionante, y ha sido tratado por historiadores,
antropólogos, sociólogos y filósofos. El sentido de una
celebración es siempre múltiple y complejo, como le ocurre a
cualquier manifestación cultural. Pero me voy a ceñir a uno de esos
sentidos, que tiene especial relación con lo político: la fiesta
como una institución generadora de orden y conformidad. Veamos.
Las leyes políticas, y el orden social
que instituyen, no sirven de nada si la gente no las obedece, esto
es, si carecen de poder. El
poder, en general, es la capacidad para generar conformidad. Una ley
o institución política es poderosa si la gente se conforma con ella
y la obedece.
El poder u obediencia a la ley parece que se genera de dos formas: por
coacción externa, sea
“positiva” (mediante premios o sobornos), o “negativa”
(mediante castigos y amenazas), y por convicción interna.
Prácticamente, ningún régimen político se mantiene únicamente
por coacción (siempre hay gente que no se deja someter por la fuerza
o el soborno, y los que lo hacen, lo hacen solo externamente). El
método más eficaz es la convicción, por el que las personas se
someten voluntariamente a las leyes y aceptan el orden que estas
establecen, en cuanto las perciben como legítimas o justas.
Ahora
bien, ¿cómo lograr convencer a la gente de que las leyes que han de
obedecer son legítimas? También aquí hay varias maneras. Una, tal
vez ideal, podría ser el diálogo argumentativo
(supuesta una educación racional previa), pero este medio es raro, y
cuando se da en la práctica, en la medida en que se dé, nunca va solo,
sino acompañado de otro, aparentemente más efectivo, que podemos
llamar, el de la “seducción” emocional.
Es aquí donde cabe situar esa función generadora de orden que
atribuimos a la fiesta.
En
todas las culturas existe un sinfín de sinfín de ritos y
ceremonias colectivas, también llamadas “fiestas”, una de cuyas
funciones es justificar, de modo fundamentalmente emotivo e
inconsciente, el orden social y político establecido. Tal como han mostrado autores como Georges Balandier, las
fiestas legitiman el orden de dos modos: directamente (escenificando el orden vigente), e inversamente (a
través de la celebración del desorden). Habría así, desde este
punto de vista, dos tipos básicos de fiesta: las que conmemoran la
institución de la ley y el orden; y las llamadas “fiestas de
inversión” (como el carnaval) en la que se celebra, de modo
ritual, la ruptura con la ley y el orden (para regenerar, de modo
sumamente “astuto”, el orden que se subvierte). Profundicemos en estos dos tipos de fiesta.
Las "fiestas de institución del orden" son muy variadas. En unos casos se celebra el orden de modo positivo. Por ejemplo, en las fiestas de entronización (se celebra
la llegada al trono del rey o gobernante), las conmemoraciones
patrias (el día del patrón, la
fiesta nacional, el día de la victoria), los desfiles
militares, las celebraciones religiosas (las romerías, la semana santa), el homenaje a los héroes de la patria, los días en que se celebran
ciertos valores (el día internacional de los derechos humanos, el
día del trabajo...), o incluso ciertos acontecimientos deportivos masivos. En
otros casos también se celebra el orden, pero, cabe decir, en "negativo". Por
ejemplo, en las ejecuciones públicas (antaño eran días de fiesta),
o en ciertas celebraciones en las que se escenifica el castigo al
“enemigo” común o "chivo expiatorio" (el hereje, el traidor, el criminal...). Es común, por ejemplo, en estas fiestas, que se pasee por las calles a la figura que representa
al “villano”, para que sea objeto de burla y castigo por todo el
pueblo.
En cualquier caso, algo común a todas estas fiestas es el especial tono estético con el que se busca dotar de eficacia (de poder de "convicción") a la conmemoración festiva, que tiene siempre un formato teatral (ritual, simbólico) rígidamente preestablecido (en estas fiestas no hay sorpresas, todo está previsto). En todas ellas
se escenifican la jerarquía social (el desfile es un buen ejemplo de
esto), los valores comunes (que son sacralizados, y de los que nadie
osa burlarse), los modelos morales (los héroes, santos, dioses y
sus hazañas), la majestad de los poderosos, la identidad y cohesión del
grupo, así como su origen mítico y
trascendente (casi siempre a través de un relato en el que el Orden vence al caos enemigo). Por supuesto, también se escenifica, con la misma eficacia
teatral y estética, el castigo de todo aquel que osa “salirse”
del orden y atentar contra él. Lo importante es que todas estas
celebraciones dan una impronta “sagrada”: estética, emotiva, misteriosamente seductora, a la estructura social, al orden y a la ley, lo cual
ejerce un poder de convicción casi irresistible.
¿Cómo desobedecer
al policía que desfila en traje de gala, al son de un música
solemne, y entre los vítores de todos, junto a una figuración
teatral del dios llevado en andas por unos compungidos penitentes?...
Ahora bien. Estas fiestas (de
institución del orden) no bastan para generar toda la conformidad
que se precisa para que la sociedad (la ley) funcione. Todo orden
social se “monta” sobre la represión o inhibición de fuerzas
muy poderosas, y que están siempre latentes en los individuos. No son solo las pulsiones sexuales, o el uso libre de la
violencia (los dos “impulsos” que primariamente se “civilizan”
y reprimen en toda institución social, al decir de algunos
antropólogos), sino algo socialmente más peligroso aún: la tentación de la duda, la crítica, la polisemia, la
acción alternativa, el cuestionamiento no ya solo del orden social
vigente, sino de cualquier otro orden posible.
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William-Adolphe Bouguereau. The Youth of Bacchus. (1884) |
Estas poderosas
fuerzas no se pueden someter fácilmente; hay que "darles salida", y esto podría ser la función del
carnaval y del resto de “fiestas de inversión”. Son muchas: las saceas
babilónicas, las crónicas griegas, las saturnales romanas, las misas de locos medievales, las fiestas de esclavos antillanos, o todas las formas conocidas del carnaval -aunque en algunos casos
este esté ya tan ritualizado que cueste trabajo reconocer en él su
primitiva función—. En todas estas fiestas se escenifica justo lo contrario a lo que se celebra en el resto de
las fiestas. En lugar de entronizar a un rey majestuoso, se hace
desfilar a un bufón o a un grotesco “rey de burlas”. En lugar del
héroe se celebra a un truhan pícaro y subversivo. En vez del orden
tradicional, se inaugura un orden inverso: el mendigo es el rey, el
burro hace de obispo, el varón se disfraza de mujer, y cada uno de
su opuesto. La música majestuosa y emotiva de la celebración
institucional se torna en ritmo desenfrenado, en baile improvisado,
sin más coreografía que la natural del espasmo sexual. En lugar del discurso
o el relato mítico del orden vigente, se abre paso la burla, la
parodia, la crítica descarnada de todo, la risa sin censura (todo se
vuelve cuestionable, risible). Los himnos se trastocan en canciones
burlescas, los símbolos se invierten y desacralizan. Se busca la
sorpresa, la aventura, en la bacanal y en la ingesta de sustancias
enervantes.
En los verdaderos carnavales, la policía, y todo asomo
de orden, desaparecen de las calles. La violencia aflora, con la
misma naturalidad que el sexo... El objetivo parece claro. Permitir, por
unos días, que la fiesta conduzca al desorden más absoluto y, por
tanto, a la convicción de la necesidad del orden que, tras los días
del carnaval, vuelve triunfante (mediante una nueva escenificación teatral) a renovar su poder sobre el caos. En
esta especie de mecanismo “metabólico” del poder, la inversión
simbólica del orden ha de llegar a representarse en su grado más
extremo, el de lo grotesco; solo así el poder se asegura una nueva y
mayor demanda de orden y un renacimiento, temporalmente purificado,
del deseo de conformidad. El mensaje del poder está claro: o el caos, o Yo.
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