Los hombres del medioevo (y de gran parte de la época moderna) solían creer que su mala ventura y sus discordias eran fruto de su naturaleza manchada por el pecado, y que solo un poder exterior a ellos podía salvarlos del desorden y la violencia. En aquella época el poder de los reyes, los señores y los clérigos, era grande y misterioso. Los hombres confiaban en ellos porque su poder provenía de Dios, que por su gracia y providencia los había señalado para gobernar a su rebaño. Así, Dios había cedido su divina soberanía a los señores (nobles y clérigos) que, por su superior valor y virtud, tenían la competencia para gobernar sobre los cuerpos y las almas de sus vasallos (es decir, sobre la vida, los bienes y la libertad de la mayoría). Sobre todos esos señores sobresalía a su vez el rey, cuyo poder omnímodo era la expresión del poder omnímodo del mismo Dios. El ejemplo más majestuoso de esta doctrina política, típica del “antiguo régimen”, es de los reyes absolutos de la Europa moderna, como aquel famoso rey francés, Luis XIV, del que dicen que dijo: “el Estado soy yo”.
Pero desde el siglo XVII, algunos filósofos y hombres, burgueses e ilustrados (entre ellos Thomas Hobbes, John Locke y, más tarde, Jean-Jacques Rousseau), comienzan a confabular una nueva doctrina política. Pensaban estos intelectuales que los hombres eran, en efecto, imperfectos por naturaleza y necesitados, por tanto, de ley y de gobierno para asegurar la paz y la justicia (hasta el bueno de Rousseau pensaba que su “buen salvaje” podía verse corrompido por la ambición y la violencia). Pero a diferencia de lo que era habitual creer, estos filósofos pensaban que el hombre podía perfeccionarse por sí mismo, con ayuda de su razón. Y así, en lugar de entregarse confiado al poder salvador de Dios y del rey, erigirse en soberano autónomo, en rey de sí mismo.
Nace entonces la idea de soberanía individual: el poder legítimo reside, por naturaleza y razón, en la voluntad de los individuos. La ley es legítima si los individuos, racionalmente, la aprueban. ¿Y qué leyes son esas que suscitan la aprobación racional o "natural" de los individuos? Para los filósofos políticos modernos van a ser muy pocas, aunque muy importantes, porque van a convertirse en la fuente de legitimidad del derecho (es decir, del resto de las leyes), y son la simiente de lo que más tarde llamaremos "Derechos Humanos". Estas leyes o derechos fundamentales serán: el derecho a la vida, a la libertad, a la igualdad y, según algunos (pero no todos), el derecho a la propiedad.
Ahora bien, la misma razón que reconoce este poder y derecho natural-racional en los individuos, reconoce también la posibilidad del conflicto entre los derechos de unos y de otros, de ahí que arbitre la siguiente solución. Todos los miembros activos de la sociedad, reunidos como pueblo, decidirán constituir unas leyes básicas y un sistema político (es decir, una constitución) que sirvan para resolver, con justicia, los conflictos de interés entre los derechos naturales de las personas, y que serán válidas en tanto el pueblo así lo mantenga. A continuación, todos los individuos se comprometerán a cumplir esas "reglas de juego" y obedecer al gobierno que las administre, cediéndoles parte de su poder y libertad individual, en vistas al bien común. Este compromiso es un “contrato” (figurado) de todos los individuos entre sí, voluntariamente suscrito, que los convierte en ciudadanos del Estado creado por ellos mismos y al que ellos libremente se someten.
Nace entonces la idea de soberanía individual: el poder legítimo reside, por naturaleza y razón, en la voluntad de los individuos. La ley es legítima si los individuos, racionalmente, la aprueban. ¿Y qué leyes son esas que suscitan la aprobación racional o "natural" de los individuos? Para los filósofos políticos modernos van a ser muy pocas, aunque muy importantes, porque van a convertirse en la fuente de legitimidad del derecho (es decir, del resto de las leyes), y son la simiente de lo que más tarde llamaremos "Derechos Humanos". Estas leyes o derechos fundamentales serán: el derecho a la vida, a la libertad, a la igualdad y, según algunos (pero no todos), el derecho a la propiedad.
Ahora bien, la misma razón que reconoce este poder y derecho natural-racional en los individuos, reconoce también la posibilidad del conflicto entre los derechos de unos y de otros, de ahí que arbitre la siguiente solución. Todos los miembros activos de la sociedad, reunidos como pueblo, decidirán constituir unas leyes básicas y un sistema político (es decir, una constitución) que sirvan para resolver, con justicia, los conflictos de interés entre los derechos naturales de las personas, y que serán válidas en tanto el pueblo así lo mantenga. A continuación, todos los individuos se comprometerán a cumplir esas "reglas de juego" y obedecer al gobierno que las administre, cediéndoles parte de su poder y libertad individual, en vistas al bien común. Este compromiso es un “contrato” (figurado) de todos los individuos entre sí, voluntariamente suscrito, que los convierte en ciudadanos del Estado creado por ellos mismos y al que ellos libremente se someten.
Pero también, más adelante, es un compromiso o contrato entre los ciudadanos y los gobernantes, que ya nunca podrán gozar de un poder absoluto, sino limitado por las leyes básicas establecidas y los derechos naturales individuales cuya salvaguarda es la justificación última de todo poder político. Hasta el punto, esto último, de que, según Locke y otros, los ciudadanos tienen derecho a rebelarse y deponer por cualquier medio al gobierno que no cumple… con el contrato.
Así pues, la teoría política moderna establece estos niveles de soberanía o poder legítimo de las leyes y el gobierno:
(1) La razón. El poder de una ley es legítimo si está basado en la razón.
(2) Los derechos naturales individuales. El poder de una ley es legítimo si es expresión o está al servicio de las leyes o derechos naturales individuales que dictamina la razón; es decir, las leyes que obligan a respetar la vida, la libertad, la igualdad y, no sin discusión, la propiedad, de cada persona.
(3) La soberanía popular. El poder de una ley es legítimo si es expresión de la voluntad de la mayoría, siempre que ésta no atente contra los derechos naturales individuales.
(4) Las leyes fundamentales y el sistema político (Constitución). El poder de la ley es legítimo si emana de las leyes que hemos convenido y que nos hemos comprometido (contrato social) a cumplir y hacer cumplir de acuerdo con la voluntad mayoritaria (soberanía popular).
(5) El gobierno representativo. El poder de una ley es legítimo si lo ejerce el gobierno que, por contrato (electoral) nos representa, y siempre que este cumpla con sus compromisos y respete las leyes fundamentales (constitución).
Como habréis adivinado, la teoría contractualista es el origen de la teoría democrática moderna. ¿Qué os parece? ¿Le encontráis alguna pega? ¿Creéis que hay algún sistema político aún mejor?