Fragmentos del diario personal de Kant
* NOTA IMPORTANTE. El equipo de investigación de este blog no garantiza la fiabilidad de estos documentos (ni la fiabilidad de nada, en general), ni sabe de dónde han salido, ni si son verdaderos "a priori" o "a posteriori"...
Königsberg. 22 de febrero de 1789.
¿Es persona libre y moral aquella que actúa por interés?
Nunca. En ningún caso. La conducta moral es un fin en sí misma. Si obedeces una
regla moral esperando obtener algún beneficio o premio, tu conducta no es
moral, aunque exteriormente pueda parecerlo a los que te observan. Ni libre, pues actúas sumido en el mecanismo
causal que relaciona el cumplimiento de la ley con el premio que obtienes
de ello. Tal vez la ley legal, en la que el castigo es esencial, pueda
reducirse a ese actuar interesado, pero no la ley moral... Naturalmente, algunos
filósofos con el espíritu corroído por el pragmatismo me dirán que lo
importante es que la gente cumpla con su deber, sin importar si lo hacen por
puro deber o por evitar castigos o lograr premios. Pero bajo ese
presupuesto es indistinguible la conducta de una persona libre y moral de la de
un perro bien adiestrado. La diferencia es sutil e invisible, pero existe, y es
tan importante como que, por ella y solo por ella, podemos optar a la dignidad
de personas. Esa diferencia está, claro, en la intención y el sentimiento con
que hacemos algo, no en la conducta observable.
Tan noble y buena parece la persona que es generosa por puro deber, como aquella otra que lo es por afán de reconocimiento o de algún otro premio. La diferencia es que la primera obra con la intención de hacer el bien, por el valor racional que concede a la generosidad, y la segunda obra con la intención de obtener su premio. La una tiene al bien como fin en sí mismo, la otra como medio para intereses particulares. Aquella actúa por puro respeto a la ley moral, por el sentimiento del deber; esta actúa por deseos subjetivos, egoístas. Negarle importancia a todas estas diferencias es negar la moral y la razón misma. ¡Más aún: es negarnos a nosotros mismos como personas!
Königsberg. 3 de marzo de 1789.
Tan noble y buena parece la persona que es generosa por puro deber, como aquella otra que lo es por afán de reconocimiento o de algún otro premio. La diferencia es que la primera obra con la intención de hacer el bien, por el valor racional que concede a la generosidad, y la segunda obra con la intención de obtener su premio. La una tiene al bien como fin en sí mismo, la otra como medio para intereses particulares. Aquella actúa por puro respeto a la ley moral, por el sentimiento del deber; esta actúa por deseos subjetivos, egoístas. Negarle importancia a todas estas diferencias es negar la moral y la razón misma. ¡Más aún: es negarnos a nosotros mismos como personas!
Königsberg. 3 de marzo de 1789.
¿Cómo ser bueno? ¿Qué debo hacer? Mi respuesta no deja de
sorprender a los que me escuchan, pero no puedo hallar otra. Porque no se trata
de lo que debo hacer, sino de lo que debo querer. La moral es asunto de la
voluntad, no de las manos o la conducta pública. Lo que importa es el querer,
la intención. Ser bueno es tener buena voluntad o intención, querer lo correcto, en lucha
perpetua con los deseos e intereses particulares. Solo en ese ámbito del puro
querer puede moverme a mis anchas como persona racional, solo allí soy libre, y
solo allí puedo darle la forma de lo ideal a mi vida.
En cuanto salgo al mundo, en cuanto paso de la intención a las acciones, me sumerjo en el engranaje de las causas y los efectos, de los medios y los fines particulares que nada tienen que ver con la libertad y el ideal universal del deber ser. Ahora bien. ¿Quiero esto decir que la moral se reduce a un puro querer ideal sin consecuencias? ¡Eso es absurdo! ¿Pero en qué mundo ha de cumplirse, entonces, ese querer ideal? No, desde luego, en el mundo de los fenómenos que describe la ciencia. ¿Entonces? ¿En cuál?...
En cuanto salgo al mundo, en cuanto paso de la intención a las acciones, me sumerjo en el engranaje de las causas y los efectos, de los medios y los fines particulares que nada tienen que ver con la libertad y el ideal universal del deber ser. Ahora bien. ¿Quiero esto decir que la moral se reduce a un puro querer ideal sin consecuencias? ¡Eso es absurdo! ¿Pero en qué mundo ha de cumplirse, entonces, ese querer ideal? No, desde luego, en el mundo de los fenómenos que describe la ciencia. ¿Entonces? ¿En cuál?...
Königsberg. 19 de marzo de 1789.
Algunos de mis críticos dicen que mi interés por explicar
cómo es posible el conocimiento no era acabar con la metafísica, sino más bien
separarla de la ciencia...¡para salvarla! A ella y a la religión. No puedo estar
de acuerdo con esto. Mi interés no es salvar nada que no sea racionalmente
salvable. Y es cierto que la razón, en su uso moral, no tiene más remedio que
salvar aquello mismo que en el uso teórico negaba: ¡Las ideas de la metafísica!
Pero esto no un deseo o interés mío, sino una necesidad de la propia razón práctica.
Si la intención o el querer libre e ideal de las personas no puede cumplirse en
el mundo natural de los fenómenos, ¿no habrá que creer que hay un mundo ideal,
no natural, distinto al de los fenómenos? ¿No habrá que suponer una realidad
objetiva, tan objetiva y universal como lo son las leyes morales de la pura razón?
Este mundo que hay que suponer, si la moralidad ha de tener sentido, es el mundo del noúmeno, el mundo en sí, el mundo ideal del metafísico... Por otra parte, si mi razón pura y su puro querer ideal no pueden existir en la nada, ¿no será necesario suponer que existe un alma, no ya como mera forma subjetiva del conocimiento, sino como realidad en sí en la que sustentar la objetividad y racionalidad de la ley moral? Esta alma no puede ser, por supuesto, un objeto natural, dada su libertad y su carácter ideal. Ni mortal, claro, pues ¿qué sentido tendría la infinita búsqueda del ideal y la perfección si nuestro esfuerzo estuviera limitado al breve lapso de nuestra vida natural? Ninguno... Como tampoco tendría ningún sentido esta insoportable dualidad (de ser cierta) entre el mundo ideal de mi alma inmortal y el mundo natural de mis deseos, entre la persona que soy y el ser natural que habito, entre mi anhelo de justicia y razón y mi deseo de felicidad... Es imposible que estén desconectados, pues entonces yo mismo sería un ser doble, contradictorio, imposible. Un mundo, el ideal, ha de dar forma al otro hasta vencer y hacerse uno.
De esta necesidad de unidad absoluta, a la que los filósofos llaman Dios, no nos da ninguna información la ciencia, ni tampoco la metafísica; es un supuesto de la razón moral… El Mundo en sí, el Alma inmortal, Dios… Son las tres grandes ideas de la razón pura. Es imposible conocer o demostrar científicamente todo esto. Pero son supuestos (o, como prefiero llamarlos: “postulados”) necesarios de la razón en su aplicación a la vida moral. Sin ellos, el hecho moral sería racionalmente inexplicable. Si cabe hablar de una “fe racional” es esa fe lo que se precisa para afirmar tales postulados. El retorno de las ideas metafísicas en mi pensamiento no ocurre pues, del lado de la ciencia y el conocimiento (de allí se les expulsó para siempre), sino del lado de mis necesidades racionales como persona. ¡No debe haber otras para un ser en cuanto ser libre y moral!
Este mundo que hay que suponer, si la moralidad ha de tener sentido, es el mundo del noúmeno, el mundo en sí, el mundo ideal del metafísico... Por otra parte, si mi razón pura y su puro querer ideal no pueden existir en la nada, ¿no será necesario suponer que existe un alma, no ya como mera forma subjetiva del conocimiento, sino como realidad en sí en la que sustentar la objetividad y racionalidad de la ley moral? Esta alma no puede ser, por supuesto, un objeto natural, dada su libertad y su carácter ideal. Ni mortal, claro, pues ¿qué sentido tendría la infinita búsqueda del ideal y la perfección si nuestro esfuerzo estuviera limitado al breve lapso de nuestra vida natural? Ninguno... Como tampoco tendría ningún sentido esta insoportable dualidad (de ser cierta) entre el mundo ideal de mi alma inmortal y el mundo natural de mis deseos, entre la persona que soy y el ser natural que habito, entre mi anhelo de justicia y razón y mi deseo de felicidad... Es imposible que estén desconectados, pues entonces yo mismo sería un ser doble, contradictorio, imposible. Un mundo, el ideal, ha de dar forma al otro hasta vencer y hacerse uno.
De esta necesidad de unidad absoluta, a la que los filósofos llaman Dios, no nos da ninguna información la ciencia, ni tampoco la metafísica; es un supuesto de la razón moral… El Mundo en sí, el Alma inmortal, Dios… Son las tres grandes ideas de la razón pura. Es imposible conocer o demostrar científicamente todo esto. Pero son supuestos (o, como prefiero llamarlos: “postulados”) necesarios de la razón en su aplicación a la vida moral. Sin ellos, el hecho moral sería racionalmente inexplicable. Si cabe hablar de una “fe racional” es esa fe lo que se precisa para afirmar tales postulados. El retorno de las ideas metafísicas en mi pensamiento no ocurre pues, del lado de la ciencia y el conocimiento (de allí se les expulsó para siempre), sino del lado de mis necesidades racionales como persona. ¡No debe haber otras para un ser en cuanto ser libre y moral!
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