La otra noche realizamos un experimento psicofónico en la caverna, en la parte que está bajo las ruinas de la biblioteca de Alejandría. Para nuestra sorpresa captamos este diálogo entre una tal Elena de Atenas, astrónoma y discípula de la famosa Hipatia, y un joven monje llamado Teodoro. La conversación ocurrió (según hemos podido datar) a finales de la Edad media y, como era habitual entonces, versó sobre la existencia de Dios...
Elena de Atenas.- Contemplando estos muros, arruinados por
la guerra y la locura de los hombres, me convenzo aún más de la inexistencia de
Dios…
Teodoro de Alejandría.- El mundo parece a veces el infierno,
pero Dios nos dotó de razón y de fe para salvarlo y salvarnos de él.
E.- ¿Me llevarás ante el inquisidor si te digo que soy atea?
Si lo haces le diré que no sé lo que me digo, ya que soy mujer y según he oído
decir a los de tu orden, débil mental.
T.- Yo no creo tamaña estupidez sobre las mujeres, así que
tendría que llevarme a mi mismo también ante el inquisidor. Pero en lugar de
eso, permite que comparezcamos los dos ante un tribunal legítimo, el de la
razón. ¿Dices, entonces, que Dios no
existe?
E.- Eso digo. O, al menos, que yo no tengo pruebas de su
existencia.
T.- Admites, conmigo, que llamamos Dios a un supuesto ser
mayor que el cual no hay nada.
E.- Vale, admito que esa es la definición de Dios, pero no
por definir algo demostramos su existencia.
T.- De acuerdo. Podemos definir lo que es un dragón o una
bruja sin que tales cosas tengan que existir (salvo, quizás, para los
inquisidores). Pero piensa como hemos definido a Dios: el ser mayor y más
perfecto que podamos concebir. Ahora: ¿crees que existir es una perfección?
E.- No sé si te entiendo.
T.- Imagina dos bibliotecas de Alejandría, las dos
igualmente hermosas y repletas de todos los libros que merecen ser leídos; imagina
que la única diferencia entre ambas es que una existe de verdad y la otra es
solo fruto de nuestra fantasía. ¿Cuál de ellas sería, para ti, más perfecta?
E.- Prefiero una biblioteca que exista, siempre que sea tan
maravillosa como la que imagino.
T.- Así es. De dos seres, iguales en todo lo demás, el que
existe es necesariamente más perfecto que el que no.
E.- Cierto.
T.- Ahora piensa. Si hemos definido a Dios como el ser más
perfecto que cabe concebir o imaginar, ¿no tendrá que ser algo más que mero
concepto o imaginación?
E.- ¿Cómo dices?
T.- Si Dios es el ser más perfecto que podamos concebir, y
existir es una perfección, Dios no puede carecer de existencia, pues en ese
caso podríamos concebir un ser más perfecto que él…
E.- Quieres decir que…
T.- Que si Dios es por definición lo más perfecto, entonces,
por definición, tiene que existir.
E.- Porque si careciera de existencia ya no podríamos
concebirlo como el ser más perfecto.
T.- Eso es. Dios, por definición, es algo más que una
definición: ¡existe! Y hemos demostrado su existencia de forma puramente
racional, tal como se demuestran las propiedades de una figura geométrica. Este
argumento se lo debemos a Anselmo de Canterbury.
E.- ¡Asombroso! ¿Y eso se lo cree alguien?
T.- ¿Qué quieres decir?
E.- Pues que has dado un salto incomprensible entre las
palabras y las cosas. Una cosa es que Dios tenga que definirse lógicamente como
existente y otra cosa, muy distinta, es que Dios exista de verdad. Las
definiciones y razonamientos no producen cosas, ni tampoco hemos de suponer que
algo, por ser lógico, exista. Esto último hay que comprobarlo, además, por los
sentidos.
T.- Veo que estás hecha una buena empirista y que, como tal,
admites una incomprensible distinción entre las palabras (esas cosas que no son
cosas) y las cosas (esas palabras que no son palabras).
E.- Llámalo sentido
común. Además. Supongamos que concebimos el dragón perfecto, ¿también dirás que
existe?
T.- Sin duda. ¿No has leído, acaso, al divino Platón?
E.- Prefiero al profano Aristóteles.
T.- Estupendo, entonces déjame que te presente otras
pruebas, las del hermano Tomás de Aquino.
E.- Me han hablado de sus inacabables sumas, así que,
réstale todo lo que puedas y sé breve, tengo que volver a mis estudios.
T.- ¿Dirás que todo lo que se mueve, se mueve por algo, y
que este algo es movido a su vez por otra cosa y así sucesivamente?
E.- Lo diré.
T.- ¿Y que todo lo que existe tiene en otro la causa de su
existir, como el hijo existe por el padre y éste por su propio padre y así una
y otra vez?
E.- También.
T.- ¿Y crees que esta sucesión de causas podría prolongarse hasta el infinito?
E.- ¿Qué pasaría si así fuera?
T.- Exactamente nada. Si las causas de lo que ocurre o
existe fueran infinitas, nunca llegaría a ocurrir ni a existir nada. ¿Te
imaginas que las causas por las que hemos empezado este diálogo se remontasen
al infinito? Jamás habrían transcurrido todas las que tendrían que transcurrir
hasta llegar a este momento. Ni siquiera habrían empezado a empezar, ¿pues
cuándo empieza algo infinito?
E.- Entiendo. Entonces es necesario afirmar que existe una Primera Causa incausada, como ya decía Aristóteles.
T.- Y un Ser Existente por sí, y no por otro, Padre sin padre de todo otro padre. Y esto no lo pudo decir Aristóteles, que ni le pasó por la cabeza que el mundo fuera creación de
un Dios increado.
E.- “Yo soy el que soy”, como dicen que dijo tu Dios.
T.- El es el Ser, los demás solo tenemos ser por Él, en préstamo cabe decir, y durante un tiempo, al menos en este mundo mortal.
E.- E imperfecto.
T.- Imperfecto, sí. ¿Pero cómo podríamos apreciar esa
imperfección sin suponer lo Sumamente Perfecto? Si tú aprecias más la filosofía
del sabio Averroes que la del santo Agustín, ¿será acaso porque posees un
criterio de perfección?
E.- Y si mi criterio es más perfecto que el tuyo, como creo,
será porque supongo un criterio de perfección aún mayor y… de nuevo el infinito.
T.- De nuevo Dios, querrás decir, que es aquello más
perfecto que todo, como dijimos. De cualquier modo, ¿te parece el mundo tan
imperfecto? ¿No es cierto que las tierras y los cielos persiguen el orden que
dejó dispuesto el Creador?
E.- ¿Te refieres a las leyes astronómicas que me place
descubrir en los cielos?
T.- Y también en la tierra. ¿No es el cosmos entero un
prodigio de orden y fines para el que sabe entenderlo?
E.- No puedo negarte que tengo esa convicción. ¿O tendría
que decir esa fe?
T.- Ambas cosas, tal vez. Pues el orden, la ley y la finalidad del cosmos,
como espero oírte decir, no pueden formar parte de aquello mismo a lo que dan
orden, ley o fin.
E.- Eso sí lo he pensado en ocasiones. Las leyes matemáticas
que dirigen el movimiento de los astros, no están en un lugar concreto…
T.- Justamente porque están en todos, envolviendo el cielo, Más Allá de él. Ni tampoco la Finalidad del mundo puede ser una cosa o parte cualquiera del propio mundo.
E.- Veo qué quieres decir. Que son trascendentes. Pero no esperes
que por ello afirme que en ese misterioso más allá existe un Dios como el tuyo.
T.- ¿Qué falta para que te convenza?
E.- Falta que me expliques que falta le hace a Dios todo el
dolor del mundo. ¿Cómo un Dios Perfectísimo, Sapientísimo, Omnipotente y Bueno
creó este lugar lleno de inquisidores y fanáticos? ¿Cómo permite la muerte y la
guerra, hecha tan a menudo en su nombre?
T.- A veces, hermana, hace falta conocer el árbol entero
para entender por qué algunas de sus hojas se pudren y mueren. ¿Crees, de
cualquier modo, que Dios hubiera podido crear un mundo tan perfecto como Él?
E.- Sé que no, pues es imposible que coexistan dos seres
plenamente perfectos. Cada uno carecería del ser del otro.
T.- Piensa, además, que Dios, por hacernos a Él semejantes, nos
hizo libres. Libres para ser como Él, pero también para no serlo. En eso
consiste la libre voluntad, la salvación y el pecado.
E.- ¿Y que defecto de omnipotencia impidió al Altísimo
hacernos tan sabios como libres, para así no equivocarnos y hacer siempre el
bien? ¿No le hubiera bastado un grano minúsculo de imperfección (una sola nariz
contrahecha, un solo libro mal encuadernado) para que este mundo hubiera sido
posible sin hacerle sombra a su Creador?
T.- Tal vez sí o tal vez no. Te confieso, humildemente, que
ante el misterio del mal solo sé rezar. Quizás quieras acompañarme.
E.- Prefiero enfrentar la oscuridad con los ojos bien abiertos.
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