jueves, 23 de enero de 2014

¿Qué es el idealismo?


El idealismo es la idea de que toda realidad es, antes de nada, una idea en mi mente. Uno puede pensar ingenuamente que el mundo se refleja tal cual es en su mente, como si esta fuera un espejo. O puede ser un poco más crítico y darse cuenta de que el mundo que vemos y pensamos es antes una visión o pensamiento que un mundo. La filosofía moderna, que es profundamente idealista, arranca de la sospecha de que la mente (esa compleja máquina con la que vemos y pensamos) modifica la realidad al captarla o comprenderla, de manera que siempre conocemos el mundo con la forma que le da la mente al conocerlo. Conocer sería entonces, no captar el mundo tal como es (¿quién podría hacer esto?), sino un modo adecuado de producir ideas (imágenes, pensamientos) a partir de los estímulos que nos llegan del entorno, o incluso que nos llegan solo de la mente, como si toda realidad y certeza brotaran de ella y solo de ella. 


El gran filósofo Descartes, padre del idealismo moderno, sospechaba que todo lo que veía y pensaba podría ser un sueño o una creación de la mente y, por tanto, que lo único que existía con todas las garantías era la propia mente, la suya. Puedo pensar que nada de lo que veo o pienso existe de verdad (decía), pero al menos mi pensamiento sí que existe (porque no puedo pensar que no exista sin estar pensando). De ahí su famosa frase: "pienso, luego yo (mi mente) existo".  Esto es el idealismo: toda realidad y certeza es, antes que nada, la realidad y la certeza de la propia mente. ¿Y el resto? ¡Dios lo sabe!... 

Dado que no hay más cosa segura que la mente, los filósofos modernos se dieron a pensar intensamente en ella, en especial en cómo la mente podía producir verdades, cosa difícil si sospechamos de la realidad del mundo exterior o de la posibilidad de conocerla con objetividad... Unos se convencieron de que la verdad dependía de las imágenes o impresiones sensibles más simples, de manera que nuestras ocurrencias serían verdaderas caso de casar con tales imágenes o sensaciones primarias; a esto se le llamó empirismo, y sus representantes más egregios fueron Locke, Berkeley y Hume. Otros pensaban que la fuente de toda verdad era el razonamiento y ciertas ideas innatas (no aprendidas por experiencia); a esto se le llamó racionalismo, y los filósofos que lo defendieron fueron el propio Descartes y otros como Spinoza y Leibniz.

miércoles, 22 de enero de 2014

¿Qué significa ser "moderno"?


La época moderna comienza allá por el siglo XV, a caballo entre la Baja edad media y el Renacimiento, y según los historiadores termina en el siglo XVIII, cuando los franceses le cortan la cabeza al rey y acaba, simbólicamente, el “antiguo régimen”. A la época moderna le sigue la época contemporánea que, según los historiadores, va del siglo XVIII hasta hoy. Pero a grandes rasgos, y desde el punto de vista de la mentalidad y las ideas filosóficas, las épocas moderna y contemporánea no son esencialmente distintas. Así que, grosso modo, todo lo que digamos de la Modernidad encaja también con nuestra propia época. Somos, aún hoy, modernos (y, como mucho, "postmodernos", que es casi lo mismo con otros ropajes). ¿Y qué significa eso?


La modernidad es una época de escisiones y dualidades (frente a la Edad media que, en general, fue un tiempo de unidad e integración –más o menos lograda— en torno a ciertos valores e ideas sostenidas como absolutas). La cultura medieval era teocéntrica, todo giraba alrededor de Dios y la religión. Dios y el mundo eran realidades íntimamente unidas (Dios se mostraba en el mundo, que era su creación, y comprendiendo el mundo era posible llegar a Dios, o lo más cerca posible). Pero a finales de la Edad media se impone la doctrina de la separación entre fe y razón. Crece la idea de que entre Dios y el mundo media una enorme diferencia. De un lado, Dios representa el mayor de los misterios, al que solo se puede acceder por la fe (fideísmo), pues su absoluta perfección se supone infinitamente incomparable con el mundo objeto de la filosofía y la ciencia. Por lo mismo, el mundo se diferencia y aleja de Dios, se desacraliza y mundaniza; se impone el gusto por lo mundano, esto es: la idea moderna de que hay que valorar y disfrutar de este mundo (que ya no es un valle de lágrimas o una mera escala camino del cielo). La cultura moderna abre así una primera y radical distinción entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo mundano, lo que da lugar a un ámbito cultural nuevo, construido a la medida del hombre y de su mundo (antropocentrismo).


La distinción sagrado/profano se abre paso en todos los niveles de la cultura moderna. En la economía se generalizan formas de producción desligadas e incluso opuestas a la tradición y la moral cristiana (la usura, el afán de lucro, la competencia) y características de una clase social en auge (la burguesía). Esta nueva economía, libre de trabas religiosas y sociales (como eran, por ejemplo, los gremios), es la semilla del capitalismo y su ideología va a ser el liberalismo.

En cuanto a la sociedad se rompe el lazo entre lo natural y lo propiamente social. Las nuevas clases sociales están basadas en la riqueza, y en la capacidad para obtenerla, y no en la sangre ni en ningún otro orden estático, natural o divino (como eran los estamentos medievales).  Además, se va a ir produciendo una escisión muy fuerte entre el grupo social y el individuo particular. Crece el individualismo, se valora la vida privada (distinguiéndola de la vida pública), y se cultiva la personalidad (como sucede entre los artistas del Renacimiento), frente al espíritu de “rebaño” (o Iglesia) y el anonimato propios de la Edad media.

En el ámbito político e institucional se rompe un lazo tras otro. En primer lugar, la ruptura es entre Iglesia e Imperio, comienzo de la distinción moderna entre la Iglesia y el Estado (la religión es un asunto privado, y no debe regir los asuntos públicos, que deben ser gobernados por un Estado secularizado). Casi a la vez, se produce la ruptura en el seno mismo de la Iglesia: la Reforma protestante rompe al cristianismo occidental en dos: católicos y reformistas (estos últimos defienden la relación individual con Dios; la Biblia no admite una única lectura, sino muchas, una por cada individuo). En tercer lugar, se desatan las tensiones entre el Imperio y los distintos reinos: cada uno quiere configurar una entidad política diferenciada; es el nacimiento de las naciones modernas, y de la ideología que las sustenta: el nacionalismo. Un poco más acá en el tiempo se dará también la ruptura entre el Rey y la sociedad, que ya no acepta la tutela monárquica y pretende estar formada por “ciudadanos” y no por  “súbditos” (republicanismo).

Fruto de estas rupturas políticas lo son también el divorcio entre el derecho civil y el derecho natural o divino: las leyes tendrán que justificarse de otra manera que apelando a Dios. La respuesta está en la moral, pero ¿qué moral? Rota la unidad entre la moral pública (cristiana) y la moral privada, en la cultura moderna cada individuo tiene sus valores (relativismo), por lo que se hace necesario un consenso o contrato (una moral común mínima), fruto de la suma de opiniones particulares; esto es el contractualismo y la futura democracia.

En cuanto al saber, la ya citada distinción entre fe y razón alienta el cisma definitivo entre teología y filosofía (cara y cruz de lo mismo durante la Edad media), y la idea de autonomía de la razón, que se basta por si sola para comprender el mundo, aunque al precio de desvincularse del mundo del espíritu, que queda en mano de la teología y, en unos siglos, de la propia filosofía. En efecto, el éxito de la Revolución científica va a marcar una nueva diferencia, vigente hasta hoy: la que se da entre la filosofía y la ciencia. Es decir, entre el ámbito de las ideas, los valores y la racionalidad (todo lo ligado al "espíritu"), de un lado, y el ámbito de los hechos y la experiencia, del otro (lo ligado a la "naturaleza"). Así, frente al racionalismo tradicional (vinculado a la vieja escolástica y la filosofía clásica) surge el moderno empirismo de los filósofos ingleses (para los que la verdad debe sustentarse en hechos o impresiones sensibles). 
Ambos (racionalistas y empiristas) están no obstante de acuerdo en la “novedosa” y problemática escisión entre el mundo objetivo y la mente subjetiva (el idealismo moderno, compartido por la mayoría de los filósofos). 

Finalmente, la suprema libertad divina (todo Voluntad y Poder) se separa del mundo terreno, imaginado como un inflexible mecanismo de relojería en el que la libertad humana no parece tener cabida. Es el problema del determinismo...



lunes, 20 de enero de 2014

¿Quién manda más: la Iglesia o el Estado?

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¿Por qué existen la sociedad, el poder político o las leyes? ¿Y por qué hemos de obedecer esas leyes y a quiénes los gobiernos o Estados que las administran?... Estos son algunas de las preguntas más interesantes de la filosofía política. Veamos qué tienen que decir al respecto los teólogos medievales.

Su explicación del origen de la sociedad y la ley parece un tanto mítica, aunque no será muy diferente, en el fondo, de la que oiremos en algunos filósofos modernos. Antes del pecado los hombres vivíamos en el paraíso natural (en una especie de “estado de naturaleza”), donde éramos autosuficientes (todo lo necesario a la vida nos era dado) y buenos, por lo que vivíamos en perfecta armonía con los demás. Pero tras el pecado nos volvimos menesterosos y egoístas. Por lo primero, tuvimos que asociarnos con otros para paliar nuestras necesidades (el trabajo en equipo, según los antropólogos actuales, permitió que pudiéramos adaptarnos y sobrevivir). Por lo segundo (por volvernos malos y egoístas) tuvimos que instituir las leyes, para resolver con ellas los conflictos de intereses y poder convivir juntos.

Ahora bien, ¿qué leyes hemos de instituir y respetar? Para que las leyes generen orden social y garanticen la convivencia hay que respetarlas incluso cuando no nos convenga. ¿Por qué vamos a respetarlas en ese caso? ¿En qué se fundamenta el respeto a la ley y la conformidad con el poder que las instituye y aplica? Hay muchas respuestas a esta pregunta, pero en la Edad media la respuesta suele ser esta: por que las leyes legítimas vienen de Dios. Los teólogos medievales afirman que las leyes deben fundamentarse en el “derecho natural”, que es aquel que se justifica en las Escrituras y la doctrina cristiana.

Ahora bien, si el fundamento de las leyes civiles son las “leyes de Dios”, ¿no debería ser la Iglesia quien las estipulara e hiciese cumplir? En otras palabras: ¿no debería ser la Iglesia quien ostentara el poder político?

A lo largo de la Edad media europea, el Estado y la Iglesia (el emperador y el Papa) mantienen una lucha abierta por acaparar el poder político. Las posturas al respecto son variadas, pero podemos nombrar estas cuatro. 

El cesaropapismo es la doctrina que defiende la acumulación del poder político y religioso en manos del emperador (a la manera de los emperadores antiguos, que reunían en sí el poder político y el sacerdotal). La teoría de “las dos espadas” reza que el poder debe ser compartido por el emperador y el Papa (sin que esto deba generar conflictos pues, al fin y al cabo, el fin de ambos es el mismo y lo mismo: el bien común y la salvación). Las posiciones más teocráticas postulan la asunción de todo el poder por parte del Papa (que es el máximo representante del Legislador divino en la Tierra). 

Y, finalmente, a finales de la Edad media, se impone la teoría de la separación de poderes: el Estado debe administrar todo el poder político y la Iglesia debe limitarse a la salvación de las almas. Esta división de tareas (pareja a la que se produce, en el mismo periodo, entre la fe y la razón) es una de las escisiones que determinan el paso desde la época medieval a la época moderna. Separada y reducida al ámbito de lo profano, la ley civil pierde su autoridad sagrada. ¿En qué habrá de fundamentarse, entonces, el respeto y la conformidad con el poder? ¿En la divinidad de los Reyes? ¿En el sagrado amor a la Patria y la Nación? ¿En los Derechos individuales (sobre todo, el derecho a la propiedad de los ricos burgueses)? ¿En el interés de la Voluntad Popular expreso en un Contrato social?... La respuesta en próximos capítulos. Mientras tanto podéis ir pensando hasta qué punto es cierta o posible, aún hoy, la separación entre Iglesia y Estado.


jueves, 16 de enero de 2014

De la Esencia y la Existencia en Tomás de Aquino.


¿Todo lo que puedo pensar existe? Como pensamiento sí (porque lo pienso yo, que sí existo), pero como realidad plena e independiente de mi no. Yo puedo pensar en brujas, unicornios, en el trabajo que me gustaría tener, o en mi abuelo, que murió antes de que yo naciera. Puedo pensar en todo eso, hablar de ello, definir cada una de esas “cosas” (o, más que cosas, “conceptos”), pero no por eso lograré que existan. Puedo pensar en ello porque los conceptos representan la ESENCIA de una cosa (su modo de ser, sus características), pero de que yo tenga en mi mente ese concepto o esencia no se deduce su EXISTENCIA. Para que tales esencias existan hace falta algo más que ellas mismas. Por ejemplo, para que exista el trabajo que me gustaría tener (y en cuya esencia puedo pensar), hace falta que yo (que ya existo) y quizás otros seres y cosas existentes (un amigo que conozco, un dinero que está en el banco, un esfuerzo real por mi parte) lo hagan existir. A los seres y cosas de este mundo la existencia les viene siempre de otros. Yo mismo tengo existencia porque me la dio (en parte) mi padre, y a este su propio padre, y a este…. ¿Podríamos seguir así hasta el infinito o tiene que haber, por decir así, un Primer Padre que ya no existe por otro, sino por sí mismo? Lógicamente lo segundo,  pues si la sucesión de padres e hijos, es decir de seres existentes y seres-causa de esa existencia, fuese infinita ni yo ni nadie hubiésemos nacido nunca (tendrían que haber nacido infinitos padres antes de que yo naciera, luego nunca habría nacido yo).

¿Quién es este primer Padre sin padre? Obviamente Dios. Ahora bien, nadie puede dar lo que no tiene, y si Dios es la causa de toda existencia (el Padre de todo), es porque la existencia la tiene de por sí (y no por otro, porque no hay nadie antes que él). Esto quiere decir que en el modo de ser o esencia de Dios está necesariamente la existencia (o como diría San Anselmo, que la definición o concepto de Dios –como el ser más perfecto en que cabe pensar— implica lógicamente su existencia). Dios es, por tanto, el único ser cuyo modo de ser (su esencia) consiste fundamentalmente en ser (en existir). Dios es el ser que es (o como dice Yahvé en la Biblia, “Yo Soy el que Soy”).

Los demás seres no somos el ser, sino que simplemente tenemos ser, no por nosotros (porque nuestra esencia o concepto no implica que existamos), sino en última instancia por el Primer Padre o Causa de toda existencia. Dios es quien nos da la existencia (y nos la quita). Por eso somos prescindibles, simples criaturas o hijos de Dios, compuestos (temporales) de esencia y existencia. En el lenguaje aristotélico que maneja Tomás de Aquino, las criaturas, de por sí, solo tenemos la existencia en potencia, y es Dios la causa de que (temporalmente) la tengamos también en acto. El, que es pura existencia en acto, es quien nos la "presta".

Con esta ingeniosa teoría Tomás de Aquino pretende conciliar el dogma cristiano de la creación con la filosofía griega, para la que no tenía sentido alguno la noción de un dios creador. 
Para los griegos el problema ontológico estaba en averiguar la arkhé, el principio o ser fundamental de la realidad, es decir, la materia común, las formas de las cosas, la causa del movimiento, la ley que lo determina todo. Tal vez la causa y la ley del movimiento fueran, para ellos, algo divino. Pero lo que ninguno de ellos admitía era que un dios creara el mundo de la nada, es decir, que en algún momento no hubiera habido realidad. Esto les parecía lógicamente increíble (¿cómo surge el mundo a partir de nada?)...
Por el contrario, el judaísmo y el cristianismo afirman que Dios no es solo la causa del movimiento y el que presta ley y orden al mundo, sino algo más: su creador. Dios no es solo como el "arkhé" del mundo, sino también su hacedor, el que lo crea, misteriosamente, a partir de la nada. 
Tomas intenta encontrar una solución para conciliar ambas posturas, dotando de mayor racionalidad al dogma de la creación. Su solución (de inspiración aristotélica) es que Dios no crea el mundo de la nada, pues éste ya es como esencia o concepto en su mente. El mundo creado es fruto de la acción eficiente de Dios, que actualiza, según su voluntad, aquello que ya existe (el mundo) pero solo en potencia. Así pues, el Dios tomista va más allá del Primer motor de Aristóteles. Éste se limita a ser la primera causa del cambio. El Dios de Tomás es, más radicalmente, la primera causa de la existencia. 

En conclusión, el mundo entero tal como lo pensamos pudiera no haber existido (es prescindible, contingente –como parece mostrar hoy la ciencia—). Si existe es por… ¿Por qué? La respuesta de un cristiano (y de Tomás) a este misterio es: por la voluntad o el deseo de Dios.
Esto sigue siendo bastante irracional (aunque no es más racional la “solución” que dan los físicos actuales cuando se les pregunta por la causa última del Universo). Pero, aún así, Tomás es uno de los teólogos cristianos más racionalistas. Al fin y al cabo Dios no crea de la nada, sino solo a partir de lo que es posible o concebible (a partir de Esencias, cuya existencia está en potencia). Además, por eso mismo, no puede crear lo que quiera, sino solo lo pensable o concebible. Solo las esencias (lo que podemos pensar) tienen la potencia de existir (que Dios convierte con su deseo en acto). A diferencia del Dios de los teólogos más irracionales, que es pura Omnipotencia y puede hacer que existan los círculos cuadrados o que dos más dos sean siete (es decir, que existan cosas inconcebibles o carentes de esencia), el Dios del tomismo es poderoso solo en cuanto sabio (o lógico). O, mejor, su Poder radica en su Sabiduría. Como se dice en los Evangelios: "En el principio existía el Logos, y el Logos estaba con Dios / y el Logos era Dios. / (…) / Todo fue hecho por él / y sin él nada se hizo (...)" [Juan, 1, 1-18].


lunes, 13 de enero de 2014

Dios, lógicamente, existe.



La otra noche realizamos un experimento psicofónico en la caverna, en la parte que está bajo las ruinas de la biblioteca de Alejandría. Para nuestra sorpresa captamos este diálogo entre una tal Elena de Atenas, astrónoma y discípula de la famosa Hipatia, y un joven monje llamado Teodoro. La conversación ocurrió (según hemos podido datar) a finales de la Edad media y, como era habitual entonces, versó sobre la existencia de Dios... 
  
Elena de Atenas.- Contemplando estos muros, arruinados por la guerra y la locura de los hombres, me convenzo aún más de la inexistencia de Dios…
Teodoro de Alejandría.- El mundo parece a veces el infierno, pero Dios nos dotó de razón y de fe para salvarlo y salvarnos de él.
E.- ¿Me llevarás ante el inquisidor si te digo que soy atea? Si lo haces le diré que no sé lo que me digo, ya que soy mujer y según he oído decir a los de tu orden, débil mental.
T.- Yo no creo tamaña estupidez sobre las mujeres, así que tendría que llevarme a mi mismo también ante el inquisidor. Pero en lugar de eso, permite que comparezcamos los dos ante un tribunal legítimo, el de la razón. ¿Dices, entonces,  que Dios no existe?
E.- Eso digo. O, al menos, que yo no tengo pruebas de su existencia.
T.- Admites, conmigo, que llamamos Dios a un supuesto ser mayor que el cual no hay nada.
E.- Vale, admito que esa es la definición de Dios, pero no por definir algo demostramos su existencia.
T.- De acuerdo. Podemos definir lo que es un dragón o una bruja sin que tales cosas tengan que existir (salvo, quizás, para los inquisidores). Pero piensa como hemos definido a Dios: el ser mayor y más perfecto que podamos concebir. Ahora: ¿crees que existir es una perfección?
E.- No sé si te entiendo.
T.- Imagina dos bibliotecas de Alejandría, las dos igualmente hermosas y repletas de todos los libros que merecen ser leídos; imagina que la única diferencia entre ambas es que una existe de verdad y la otra es solo fruto de nuestra fantasía. ¿Cuál de ellas sería, para ti, más perfecta?
E.- Prefiero una biblioteca que exista, siempre que sea tan maravillosa como la que imagino.
T.- Así es. De dos seres, iguales en todo lo demás, el que existe es necesariamente más perfecto que el que no.
E.- Cierto.
T.- Ahora piensa. Si hemos definido a Dios como el ser más perfecto que cabe concebir o imaginar, ¿no tendrá que ser algo más que mero concepto o imaginación?
E.- ¿Cómo dices?
T.- Si Dios es el ser más perfecto que podamos concebir, y existir es una perfección, Dios no puede carecer de existencia, pues en ese caso podríamos concebir un ser más perfecto que él…
E.- Quieres decir que…
T.- Que si Dios es por definición lo más perfecto, entonces, por definición, tiene que existir.
E.- Porque si careciera de existencia ya no podríamos concebirlo como el ser más perfecto.
T.- Eso es. Dios, por definición, es algo más que una definición: ¡existe! Y hemos demostrado su existencia de forma puramente racional, tal como se demuestran las propiedades de una figura geométrica. Este argumento se lo debemos a Anselmo de Canterbury.
E.- ¡Asombroso! ¿Y eso se lo cree alguien?
T.- ¿Qué quieres decir?
E.- Pues que has dado un salto incomprensible entre las palabras y las cosas. Una cosa es que Dios tenga que definirse lógicamente como existente y otra cosa, muy distinta, es que Dios exista de verdad. Las definiciones y razonamientos no producen cosas, ni tampoco hemos de suponer que algo, por ser lógico, exista. Esto último hay que comprobarlo, además, por los sentidos.
T.- Veo que estás hecha una buena empirista y que, como tal, admites una incomprensible distinción entre las palabras (esas cosas que no son cosas) y las cosas (esas palabras que no son palabras).
E.-  Llámalo sentido común. Además. Supongamos que concebimos el dragón perfecto, ¿también dirás que existe?
T.- Sin duda. ¿No has leído, acaso, al divino Platón?
E.- Prefiero al profano Aristóteles.
T.- Estupendo, entonces déjame que te presente otras pruebas, las del hermano Tomás de Aquino.
E.- Me han hablado de sus inacabables sumas, así que, réstale todo lo que puedas y sé breve, tengo que volver a mis estudios.
T.- ¿Dirás que todo lo que se mueve, se mueve por algo, y que este algo es movido a su vez por otra cosa y así sucesivamente?
E.- Lo diré.
T.- ¿Y que todo lo que existe tiene en otro la causa de su existir, como el hijo existe por el padre y éste por su propio padre y así una y otra vez?
E.- También.
T.- ¿Y crees que esta sucesión de causas podría prolongarse hasta el infinito?
E.- ¿Qué pasaría si así fuera?
T.- Exactamente nada. Si las causas de lo que ocurre o existe fueran infinitas, nunca llegaría a ocurrir ni a existir nada. ¿Te imaginas que las causas por las que hemos empezado este diálogo se remontasen al infinito? Jamás habrían transcurrido todas las que tendrían que transcurrir hasta llegar a este momento. Ni siquiera habrían empezado a empezar, ¿pues cuándo empieza algo infinito?
E.- Entiendo. Entonces es necesario afirmar que existe una Primera Causa incausada, como ya decía Aristóteles.
T.- Así es: un Ser Existente por sí, y no por otro, Padre sin padre de todo otro padre. Y esto ya no lo pudo decir Aristóteles, que ni le pasó por la cabeza que el mundo fuera creación de un Dios increado.
E.- “Yo soy el que soy”, como dicen que dijo tu Dios.
T.- Él es el Ser, los demás solo tenemos ser por Él, en préstamo cabe decir, y durante un tiempo, al menos en este mundo mortal.
E.- E imperfecto.
T.- Imperfecto, sí. ¿Pero cómo podríamos apreciar esa imperfección sin suponer lo Sumamente Perfecto? Si tú aprecias más la filosofía del sabio Averroes que la del santo Agustín, ¿será acaso porque posees un criterio de perfección?
E.- Y si mi criterio es más perfecto que el tuyo, como creo, será porque supongo un criterio de perfección aún mayor y… de nuevo el infinito.
T.- De nuevo Dios, querrás decir, que es aquello más perfecto que todo, como dijimos. De cualquier modo, ¿te parece el mundo tan imperfecto? ¿No es cierto que las tierras y los cielos persiguen el orden que dejó dispuesto el Creador?
E.- ¿Te refieres a las leyes astronómicas que me place descubrir en los cielos?
T.- Y también en la tierra. ¿No es el cosmos entero un prodigio de orden y fines para el que sabe entenderlo?
E.- No puedo negarte que tengo esa convicción. ¿O tendría que decir esa fe?
T.- Ambas cosas, tal vez. Pues el orden, la ley y la finalidad del cosmos, como espero oírte decir, no pueden formar parte de aquello mismo a lo que dan orden, ley o fin.
E.- Eso sí lo he pensado en ocasiones. Las leyes matemáticas que dirigen el movimiento de los astros, no están en un lugar concreto…
T.- Justamente porque están en todos, envolviendo el cielo, más allá de él. Ni tampoco la Finalidad del mundo puede ser una cosa o parte cualquiera del propio mundo.
E.- Veo qué quieres decir. Que son trascendentes. Pero no esperes que por ello afirme que en ese misterioso más allá existe un Dios como el tuyo.
T.- ¿Qué falta para que te convenza?
E.- Falta que me expliques qué falta le hace a Dios todo el dolor del mundo. ¿Cómo un Dios Perfectísimo, Sapientísimo, Omnipotente y Bueno creó este lugar lleno de inquisidores y fanáticos? ¿Cómo permite la muerte y la guerra, hecha tan a menudo en su nombre?
T.- A veces, hermana, hace falta conocer el árbol entero para entender por qué algunas de sus hojas se pudren y mueren. ¿Crees, de cualquier modo, que Dios hubiera podido crear un mundo tan perfecto como Él?
E.- Sé que no, pues es imposible que coexistan dos seres plenamente perfectos. Cada uno carecería del ser del otro.
T.- Piensa, además, que Dios, por hacernos a Él semejantes, nos hizo libres. Libres para ser como Él, pero también para no serlo. En eso consiste la libre voluntad, la salvación y el pecado.
E.- ¿Y que defecto de omnipotencia impidió al Altísimo hacernos tan sabios como libres, para así no equivocarnos y hacer siempre el bien? ¿No le hubiera bastado un grano minúsculo de imperfección (una sola nariz contrahecha, un solo libro mal encuadernado) para que este mundo hubiera sido posible sin hacerle sombra a su Creador?
T.- Tal vez sí o tal vez no. Te confieso, humildemente, que ante el misterio del mal solo sé rezar. Quizás quieras acompañarme.
E.- Prefiero enfrentar la oscuridad con los ojos bien abiertos.


jueves, 9 de enero de 2014

LA FE contra/sobre/con/bajo/separada de LA RAZÓN

Muchos teólogos-filósofos medievales pretendieron utilizar la razón (y la filosofía) para confirmar las creencias cristianas. Esto les condujo a plantearse la relación entre la fe (creer por voluntad) y la razón (creer por entendimiento). ¿Son compatibles? ¿Qué relación puede haber entre ellas? Estas son las respuestas que dieron.


1. No hay relación posible. La fe es la única vía a la verdad (Fideísmo). Dios y su creación son misterios demasiado grandes para la razón humana. Querer comprenderlos es soberbia y pecado (el pecado original, acordaos, consistió en probar del árbol de la sabiduría). Además Dios es libre y omnipotente, hace lo que quiere, no lo que es lógico. El cristiano debe entregarse en brazos de la fe, ciegamente, sin entender (“Creo porque es absurdo”, decía Tertuliano). “Ora et labora” (reza y trabaja), esa es la vida que conduce a la salvación.

2. La razón se subordina a la fe (San Agustín y otros). La filosofía y la razón conducen a la fe en Dios. San Agustín (influido por el neoplatonismo) pensaba que el ser de las cosas reside en formas invariables e inmateriales que no pueden tener su origen ni en el mundo ni en el alma (pues ambos son variables e imperfectos), sino en Dios. Además, es la bondad de Dios lo que garantiza que nuestra razón no nos engañe. Dios está, así, al final y al principio de todo conocimiento: “entender para creer, y creer para entender”. La razón y la filosofía deben ponerse, pues, al servicio de la fe y la religión. Todo otro conocimiento es “vana curiositas” (vana curiosidad).


3. Fe y razón son distintas perspectivas de una misma verdad (Sto. Tomás de Aquino). Dios es un misterio, pero no sus obras o efectos: las Sagradas Escrituras y el mundo. Por la fe conocemos y confirmamos las Escrituras (teología sagrada). Por la razón conocemos el mundo (teología natural). Ambas obras (las Escrituras y el mundo) y ambas vías de conocimiento (fe y razón) son creación de Dios, por lo que son buenas y no pueden entrar en contradicción. Además, fe y razón colaboran. La razón ayuda a la fe con sus argumentos (demostrando la existencia de Dios y otras verdades cristianas), y la fe ayuda a la razón sosteniendo la creencia en la racionalidad del mundo.



4. La fe se subordina a la razón (Averroes y otros). Algunos filósofos medievales (pocos y considerados herejes) llegaron a sostener que la razón y la filosofía representan un tipo de conocimiento (de Dios y del mundo) superior al de la teología sagrada (mezcla de fe y razón) o al de la mera fe (que se vale de la imaginación y el sentimiento para acercar la verdad a la gente más sencilla). Esta fue una opinión marginal durante la Edad media.


5. Autonomía de la fe y de la razón. (Guillermo de Occam y otros). Fe y razón son formas de conocimiento totalmente distintas, cada una de ellas referida a un ámbito de realidad diferente. La fe y la religión se ocupan de lo sobrenatural (lo sagrado). La razón y la ciencia se ocupan del mundo natural (lo profano). Fe y religión no se contradicen porque no se ocupan de lo mismo. Cada una produce sus verdades, que son válidas en su campo, sin interferir la una en la otra (teoría de la doble verdad). Este dualismo (fe/razón, religión/filosofía, Dios/mundo, sagrado/profano, etc.) va a formar parte de la mentalidad moderna.




Si queréis más, aquí tenéis otra versión del mismo asunto.


















¿Es compatible la filosofía con la religión?


Los teólogo-filósofos medievales van a intentar construir una síntesis entre la racionalidad filosófica y los dogmas cristianos para mejor convencer(se) de su fe y para defenderla de los incrédulos, adornándola y empapándola con la filosofía. Ahora bien, ¿es esto posible? ¿Son conciliables la religión y la filosofía (y la ciencia)? ¿Es compatible la fe con la razón? ¿Se puede ser creyente y, a la vez, filósofo o científico? Estas son las cuestiones de fondo que la laten bajo la llamada “filosofía medieval”. Por eso quiero que vayáis planteándoos las siguientes preguntas:

-         ¿Se puede ser cristiano (o musulmán, o judío o creyente en cualquier otra religión) sin estar loco o apostar por lo irracional (despreciando o relegando la razón)? ¿Es racional creer que el mundo es obra de un Dios, que ha enviado a su Hijo para salvarnos, que espera para juzgarnos en el Juicio final, etc.? Y si todo esto se mantiene o afirma por fe, ¿es racional tener fe, es decir, creerse ciegamente las cosas?

-         ¿Se puede ser cristiano (o religioso) y, a la vez, filósofo o científico (y hay muchos casos, además del de los filósofos medievales)? ¿Cómo?


-         ¿Se puede ser filósofo, científico o simplemente racionalista sin tener fe en ciertas cosas fundamentales (por ejemplo, en que el mundo es racional y podemos comprenderlo con nuestra sola razón)? 

-    ¿Es posible justificar racionalmente el ateísmo?






martes, 7 de enero de 2014

La felicidad y la política según Aristóteles.


El Sol de la Caverna. 
De nuestro corresponsal en Atenas, siglo IV (a.C).

Tras varios siglos de gestiones, hemos logrado, al fin, una entrevista con Aristóteles, alias el Estagirita, también conocido como el Filósofo. Nos recibió muy formalmente en la puerta del Liceo y nos invitó, según es su costumbre, a pasear con él y discutir sobre ética y política.

P.- Maestro, usted  ha hablado y escrito mucho sobre la felicidad, por ejemplo en su famosa obra Etica a Nicómaco. Han pasado veinticinco siglos y seguimos buscándola, sin demasiado éxito. ¿Tan difícil es?
A.- Lo bueno y bello es difícil, como diría mi amigo Platón.
P.- Se ha dicho que incluso definirla con objetividad es misión imposible.
A.- Definirla es muy sencillo. La felicidad es la forma de ser por el que un hombre se dirige, con éxito, a su fin más propio.
P.- Ah, ¿pero no es entonces un sentimiento?
A.- Esa es una visión pobre y falsa. Uno se puede sentir sano o bello, pero en eso no consiste la salud o la belleza. La felicidad es un estado vital, y la actividad y la actitud moral que conduce a él. Todo eso reporta un cierto estado emotivo, pero esta emoción es un síntoma de la felicidad, no la felicidad en sí misma.
P.- ¿Podría ser más concreto?
A.- La felicidad requiere en primer lugar ciertas condiciones, que yo llamo internas y externas. Las internas suponen tener cubiertas las necesidades fisiológicas y materiales (comer, beber, tener un techo y cosas así). Las externas apuntan al entorno social: ser querido y respetado por los demás es necesario para ser feliz.
P.- Da usted mucho valor a la amistad.
A.- Nadie puede ser feliz sin amigos. La calidad de nuestros amigos es muestra de nuestra propia calidad como hombres. A diferencia de lo que ocurre con la familia, los amigos se escogen y merecen. La amistad con los mejores nos obliga a hacernos dignos de esa amistad y, por ello, nos obliga a crecer y perfeccionarnos.
P.- Pero todo esto que ha dicho (el alimento, el techo, el afecto y respeto de los demás…) son las condiciones de la felicidad. ¿Y la felicidad en sí misma, qué es?
A.- La actividad por la que materializamos nuestras posibilidades más… propiamente nuestras.
P.-¿Eh?
A.- Dado que somos animales racionales, la felicidad consiste en…
P.- ¿Razonar?
A.- Digamos que en desarrollar la parte superior del alma: el intelecto.
P.- O sea, pensar.
A.- No. Pensar es algo propio de muchas criaturas. Desarrollar el intelecto o, como diréis en unos siglos, el espíritu, consiste en pensar el pensamiento, dominarlo, y descubrir y crear con él formas nuevas. Es lo que hace un artista, un buen político, y, sobre todo, el científico y el filósofo. A esta vida, dedicada a la creación intelectual y a la comprensión del mundo le llamo “vida contemplativa”.
P.- O sea, que un arriero o un agricultor no podrán ser felices.
A.- No del todo. Su felicidad se parecerá más a la de las bestias. Es por esto que los trabajos mecánicos y manuales los consideramos aquí como algo propio de esclavos, no de hombres libres.
P.- ¿Y qué podemos hacer para lograr esa libertad y felicidad, Maestro?
A.- Supongo que no se puede desdeñar la suerte. Y si tienes la suerte de nacer con un alma grande y noble, y no con alma de esclavo, cultivarla en lo que compete tanto al conocimiento como al carácter.
P.- ¿Al carácter? ¿Es cuestión de carácter ser feliz?
A.- Sin duda. De poco sirve la reflexión acerca de lo verdadero y lo justo si, junto a esta virtud o capacidad intelectual, no se practica la virtud o carácter moral. Sócrates y Platón pensaban que con el pensamiento de lo que es bueno bastaba para serlo. Pero a la vista está que los hombres, que no tenemos más alma que la que da forma a un cuerpo, estamos sometidos de continuo a la incontinencia de las pasiones y necesidades de nuestra naturaleza corpórea. No basta saber de lo justo y saludable al alma si no practicamos, desde jóvenes, la virtud de la temperancia y el valor que nos obligue a hacer lo justo a cada momento, por mucho que el cuerpo y la parte más animal de nosotros se resista o se sienta tentada por otras cosas...
P.- ¿Lo justo a cada momento? ¿Quiere eso decir que lo justo y bueno es algo variable en razón del tiempo y la circunstancia?
A.- En parte sí. Por ello, el hombre bueno y feliz no es solo el que posee la ciencia de lo bueno, sino el que sabe aplicarla atendiendo a las circunstancias y contando para ello con un carácter firme y voluntarioso. La moral, más que ciencia es sabiduría práctica, una especie de arte racional, al que doy en llamar “prudencia”.
P.- ¿Enseñan ese arte en el Liceo, maestro?
A.- No del todo. Ya le he dicho que la ética no se trata de una ciencia en estricto sentido.
P.- ¿Entonces es la familia la que hace prender en los más jóvenes esa habilidad?
A.- Tampoco. En las relaciones familiares, tan cargadas de afecto y subjetividad, no se dan las condiciones para que un hombre aprenda, con objetividad y rigor, a deliberar acerca de lo bueno y lo justo.
P.- Pues si no es en el Liceo ni en la familia, ¿dónde aprenderán los hombres a ser prudentes, con esa objetividad y rigor que usted dice?
A.- Pues en la ciudad. El hombre solo puede formarse plenamente allí, como ciudadano. La familia satisface sus necesidades más primarias. Pero la ciudad es la que le pone a prueba como ser íntegramente racional. En el Liceo o la Academia podrá hacerse filósofo. Pero será en la Asamblea y los Tribunales donde aprenderá el arte de la prudencia junto con el del lenguaje, comportándose con rectitud y magnanimidad, deliberando con sensatez junto a sus iguales, y haciéndose acreedor del respeto y consideración de sus compatriotas y amigos.
P.- Observo que confunde usted la ética con la política.
A.- No es confusión. Ética y política tienen un mismo fin: la felicidad de los hombres, es decir, el logro de su plenitud como seres racionales. El buen gobierno es aquél que mejor hace posible ese logro en los ciudadanos. Y el buen ciudadano es aquél que participa en lo posible en el gobierno para procurar el bien común. 
P.- ¿Qué hay, entonces, de esa vida contemplativa en que reside, según dice, la felicidad?
A.- Ya le he dicho que los hombres no somos puro intelecto. El más sabio de los hombres ha de vivir prudentemente entre otros hombres y ha de satisfacer, también, sus apetitos sensuales. Así pues, el filósofo ha de armonizar su dedicación a la ciencia con el ejercicio de sus responsabilidades políticas y, naturalmente, con la dirección de su familia y sus asuntos particulares.
P.- Y hablando de política, ¿qué piensa de la forma de Estado propuesta por su antiguo maestro Platón?
A.- Creo que Platón se mostró demasiado inflexible y utópico. Es ideal, sin duda, que el gobierno esté en manos de un hombre o un pequeño grupo de hombres sabios y diligentes. Pero, volviendo al mundo real, conviene desengañarnos de encontrar alguna vez a tales hombres. Parece más sensato confiar el bien común a una mayoría de hombres cultos y solventes, y evitar a los más ignorantes y viles, estén representados por un solo tirano o por el pueblo entero.
P.- ¿Qué tiene contra la democracia?
A.- Que la justicia no sea, estrictamente, objeto de ciencia, no quiere decir que nos vayamos al otro extremo y la dejemos en mano de una masa de inconscientes y atolondrados.
P.- La virtud está, entonces, en el término medio.
A.- Exactamente.

¿Es Aristóteles "empirista" o "racionalista"?


Al igual que su ontología, la epistemología (teoría del conocimiento) aristotélica es dualista. El conocimiento y la verdad dependen tanto de la experiencia (empirismo) como de la razón (racionalismo), aunque no de los dos en el mismo grado. Del mismo modo que la forma es más fundamental que la materia para determinar lo que es una cosa, la razón es un camino más firme que la experiencia para alcanzar la verdad. 

En general, y en su sentido más riguroso, para Aristóteles conocer significa identificar las causas de lo que se conoce, es decir: sus causas material, formal, eficiente, final. Conocer las causas de algo es conocer lo que le hace ser lo que es y, a la vez, lo que le hace cambiar (no se olvide que, para Aristóteles, los seres son, por naturaleza, cambiantes)... Empezar a conocer algo es conocer, sobre todo, su causa formal (su forma). Pero la forma es, según Aristóteles, inseparable de la materia, por lo que el conocimiento sensible (que es el que capta a la materia) parece imprescindible.


Aunque el conocimiento sensible no sea el más fundamental, todo conocimiento empieza por él. Dado que (a diferencia de lo que piensa Platón) el alma no posee ideas innatas, tenemos que adquirir las ideas (las formas) a partir de la experiencia. Esto es absolutamente coherente con la ontología aristotélica: dado que la forma está siempre en la materia, es allí, en la materia sensible, donde hemos de empezar a buscar dicha forma.

Así, empezamos a conocer las cosas o substancias a través de la vista, el oído, etc., creando una imagen de ellas en el alma. Esta imagen sería fugaz (y el conocimiento imposible) sin la memoria. La memoria permite acumular imágenes de una misma cosa o de muchas cosas parecidas para que el intelecto o entendimiento, por abstracción, extraiga la forma común a la cosa o a las cosas parecidas cuyas imágenes hemos retenido. Por ejemplo: si yo retengo en la memoria muchas imágenes de un determinado caballo, puedo, por abstracción, entender su forma propia; y si observo muchos caballos, puedo abstraer la forma común a todos ellos (las propiedades que definen a todo caballo). 



Este proceso de abstracción de la forma a partir de las imágenes retenidas por la memoria lo protagoniza el entendimiento o intelecto, que separa mentalmente la forma de la materia, produciendo conceptos. Los conceptos son las formas de las cosas consideradas aisladamente (sin la materia), y son realidades abstractas (realidades de segundo orden o "substancias segundas", como las llama Aristóteles) que ocurren en el alma, que está, a su vez, ligada al cuerpo.

Llegados a este punto, Aristóteles hace una extraña distinción. Afirma que hay dos tipos de entendimiento o intelecto: el paciente y el agente. El intelecto paciente es aquel que, en el alma (que está unida al cuerpo), capta o abstrae la forma común o universal de las cosas. Pero esto no es posible, dice Aristóteles, sin la “luz” que aporta, “desde fuera del cuerpo”, el intelecto agente, que es el que “actualiza” o pone en la forma adecuada (para abstraer) al intelecto paciente. Lo que signifique esta extraña distinción es algo que Aristotéles no nos dejó claro.




Podríamos aventurar la siguiente explicación. El conocimiento de la forma común a las cosas supone reconocer la unidad o identidad de lo diferente (lo unitario en Sócrates, lo unitario en todos los caballos, etc.). Esta unidad debe estar en las cosas, aunque no de modo perfecto, pues las cosas son diversas y cambiantes. Además, nuestra alma, que está unida al cuerpo, es también, en cierto modo, diversa y cambiante. Así, reconocer la imperfecta unidad que es la forma en las cosas con la imperfecta unidad de nuestra alma en un acto de unidad entre la cosa y el alma, parece suponer una unidad o identidad “mayor”, fuera tanto de la cosa como del alma. Esto podría representar el intelecto agente: una especie de principio de unidad o identidad perfecta, al que Aristóteles concibe como puro acto, y que hace posible el conocimiento en su más elevada expresión. Algunos autores han asociado el intelecto agente a Dios, otros han querido ver aquí la apuesta de Aristóteles por un rasgo de divinidad e inmortalidad en el hombre (cuya alma intelectiva, en cuanto asociada al intelecto agente, no tendría ya una naturaleza hilemórfica, sino puramente formal y trascendente, por lo que sería independiente del cuerpo). Aristóteles, en cualquier caso, dejó esta cuestión sin resolver…

Como hemos dicho al principio, aunque el conocimiento empiece por los sentidos, esto no quiere decir que tenga su fundamento en la experiencia sensorial. De entrada, para captar la forma de las cosas es necesaria la intervención del entendimiento o intelecto (incluso de un "intelecto agente" que parece venir de fuera del cuerpo y de toda relación con la materia). En segundo lugar, el conocimiento, una vez convertido en ciencias (es decir: en series de juicios -- que son uniones de conceptos -- acerca de lo que son las cosas), no puede basarse en la mera observación. La observación solo ofrece verdades pasajeras, probables, pero no necesarias. Por ejemplo, a partir de una observación repetida, podemos establecer, por inducción o generalización, cómo es (hasta ahora) la órbita de un planeta, o la conducta reproductiva de un animal, pero esto no excluye que dichas órbita y conducta no puedan variar en el futuro...   



Por eso, por encima de los conocimientos más particulares de cada ciencia, ésta ha de procurarse un conocimiento racional de las causas y principios más generales de los que, a su vez, se deduzcan las leyes y juicios más particulares sobre las cosas de que se ocupa.

De todas las ciencias, cada una busca las causas y principios generales de una clase determinada de cosas (de los seres vivos, la biología; de los seres inertes, la física; del alma, la psicología, etc.), y una de ellas (la filosofía o "ciencia primera") busca las causas generales de todas de las cosas o seres en tanto que son, sin más distinción...


El método de las ciencias, en su dimensión más general o fundamental, es, pues, el razonamiento y la deducción. Parten de ciertos principios (axiomas) o verdades primarias, que enuncian las causas últimas y necesarias de las cosas (lo que esencialmente son). Y, a partir de ahí, deducen lógicamente todo lo demás. Por ejemplo, a partir del axioma o definición de lo que es un círculo podemos deducir que todos los puntos de la circunferencia son equidistantes al punto central. O, a partir del principio de que todo cambio tiene causas, deduzco que ha de existir una causa última incausada... La ventaja de este método es que procura verdades firmes y necesarias (no pasajeras y probables, como las obtenidas por observación).

Parece claro que en el caso de las ciencias más particulares (naturales o sociales), el conocimiento no puede prescindir de la observación e inducción, pues incluso en la deducción se introducirán conocimientos obtenidos de la experiencia. Por ejemplo: si arranco del axioma de que un ser vivo es aquél que tiene en sí mismo el principio de su movimiento, y deduzco que una piedra no es, por tanto, un ser vivo, he introducido un conocimiento por experiencia o inducción: “las piedras no se mueven por sí solas”. 


Pero, pese a todo, parece claro que, para Aristóteles, una ciencia es más valiosa en cuanto sus conocimientos representan verdades firmes y necesarias (que son siempre verdaderas), y las verdades por inducción no son así. Por todo esto, Aristóteles confía más en el conocimiento puramente racional y deductivo que en aquel que introduce la inducción y la experiencia (aunque este último sea inevitable, pues la realidad es unión de forma y materia sujeta al cambio). De hecho, parte de su física (la teoría de las causas, por ejemplo) es casi puramente racional o especulativa, y entronca con sus teorías más filosóficas o "metafísicas" (como la propia teoría hilemórfica, la teoría de la potencia y el acto, etc.).





Aquí tenéis la presentación de clase: