jueves, 29 de enero de 2015

El empirismo, o de cómo reducir todo conocimiento a impresiones.


El empirismo es la teoría del conocimiento opuesta al racionalismo (aunque tanto en el empirismo como en el racionalismo hay posturas moderadas que intentan conciliar ambos extremos). En la modernidad, el empirismo está representado por autores como Locke, Berkeley y, sobre todo, David Hume.

El empirismo sostiene que conocer algo (sea lo que sea) consiste en observarlo, describirlo y recopilar los datos suficientes para hacer predicciones correctas sobre tal cosa. Por ejemplo, conocer un cuerpo celeste consistirá en observarlo con todo detalle, describir sus propiedades y acumular datos para, con ayuda de ciertos cálculos, poder predecir sus futuros movimientos. Naturalmente, esto supone creer que la realidad es, en general, una suma de fenómenos físicos todos ellos observables (o una suma de impresiones sensibles experimentables en la mente, diría el empirista más idealista). Si las matemáticas representaban el modelo de conocimiento para los racionalistas, para los empiristas este modelo es el de la ciencia experimental. 

Los empiristas más radicales afirman que todo lo que es real (o todo lo que se nos impone en la mente como tal) se puede describir en términos de propiedades sensibles simples como colores, figuras, etc. (o en términos de impresiones psíquicas de color, forma, etc.). En el origen de cualquier contenido mental hay una o más impresiones simples. Incluso las ideas matemáticas y filosóficas más alejadas del mundo sensible provienen de alguna manera de él. Así --diría un empirista--, si yo no hubiera tenido ciertas sensaciones distintas y experimentado las relaciones entre ellas, no podría haber llegado a pensar que “dos más dos son cuatro”. Si el racionalismo pretendía reducir todo conocimiento a matemáticas, el empirismo pretende reducirlo todo a la psicología del conocimiento.

El origen del conocimiento está, pues, en las impresiones sensibles que se imponen en mi mente con fuerza tal que mi voluntad no es capaz de modificarlas (por mucho que me empeño no dejo de percibir mis manos, o de percibirlas blancas en lugar de azules). Tales impresiones carecen de necesidad lógica y se transforman continuamente, pero su existencia parece indudable, dado que se me imponen quiera yo o no quiera. Estas impresiones deben ser, así, el criterio último de verdad. Además, dada su variabilidad e inconstancia, su existencia en la mente responde a una experiencia temporal (no son algo innato e invariable en la mente). Todo conocimiento lo es, así, "a posteriori" o por experiencia (antes de toda experiencia la mente es una “tabula rasa” o tablilla sin inscribir).

Dada la experiencia de estas impresiones simples, el resto del conocimiento se construye por reglas o, mejor, hábitos psicológicos (agrupación por semejanza y contigüidad, atribución de causas y efectos, generalización a partir de impresiones similares repetidas, etc.). Así, una vez se me imponen ciertas impresiones de color, forma, etc. (rojo, verde, ciertas figuras), por el hábito de agrupar lo semejante y lo contiguo en espacio y tiempo, formo con esas impresiones la percepción, por ejemplo, de una rosa. Esa percepción genera, además, una imagen en mi memoria que, al ser comparada con imágenes parecidas (de otras rosas), da lugar a una imagen esquemática o general de “rosa” (aquí estaría el origen de los conceptos, según algunos empiristas). De otro lado, por reiteración de ciertas impresiones complejas (del tipo “rosas creciendo en lugares de clima templado” y “ausencia de rosas en lugares fríos”) puedo construir conocimientos del tipo “las rosas solo crecen en lugares de clima templado”. A este tipo de “hábito de generalización” se le llama “inducción”. Como, además, mi mente tiene el hábito de interpretar la sucesión de impresiones como si unas fueran la causa de las otras, podría llegar a la conclusión de que el “clima templado” es una causa de que “crezcan las rosas”. 

Como veis, el idealismo parece arraigar más en el empirismo que en el racionalismo. En este la necesidad lógica, “eternidad” y “perfección” de ciertas ideas nos obliga a “salir” de la mente y creer en algo externo (aunque esto no sea directamente el mundo físico, sino tal vez un Dios eterno y perfecto). Pero en el empirismo las impresiones son tan variables como el pensamiento mismo, y todo lo que conocemos es combinación de impresiones según leyes o hábitos psicológicos, por lo que: ¿qué motivos tenemos para creer que existe algo distinto de la mente? El idealismo de los empiristas se vuelve completo escepticismo cuando alguno de ellos (como Hume) pone en duda la misma mente, pues (dice), ¿tenemos alguna impresión de la mente en sí como algo distinto de la serie de impresiones en que consiste nuestra experiencia? La respuesta es “no”, la idea de “mente” no tiene respaldo empírico, a lo sumo podría responde a un hábito (como la idea de “causa”, o de “cosa”, que no son impresiones, sino fruto de ciertas costumbres de nuestra mente a la hora de unir las impresiones).


¿Qué podemos objetar al empirismo?  La primera crítica se dirige a su propia justificación como teoría. La teoría racionalista de que toda verdad lo es por lógica podría intentar justificarse de modo lógico (aunque esto supusiera incurrir en un cierto “círculo vicioso”), pero el empirismo ni siquiera admite justificación circular, pues, ¿a qué impresión o experiencia, o asociación de las mismas, se corresponde el propio empirismo?... Otra crítica alude a la imposibilidad de explicar empíricamente las verdades lógicas y matemáticas (¿podría basarse la necesidad y eternidad de estas verdades en la contingencia y fugacidad de las impresiones?). Además: ¿cómo podríamos entender la más mínima experiencia sin ideas previas de carácter lógico (tal como la idea de identidad, las de relaciones todo/parte, etc,)? ¿Podría una mente empezar siendo una “tabula rasa” y aprender algo “desde cero”? ¿Cómo justifica el empirista las “reglas” psicológicas de asociación o inducción, que parecen estables y distintas, así, de las impresiones?... Una crítica fundamental al empirismo es que, llevado a sus últimas consecuencias, conduce al escepticismo más absoluto. Si toda verdad está fundada en las impresiones sensibles del sujeto, toda verdad será fugaz y subjetiva (es decir, nada será verdad, pues cierto grado de constancia y objetividad es requisito básico de una verdad). De poco sirve acudir al principio de “inter-subjetividad” (todos "vemos" lo mismo), pues ¿qué sé yo de las impresiones de otras mentes? Solo por lo que me dicen de ellas, pero entonces el conocimiento “objetivo” sería cuestión de interpretaciones y "palabras", no de impresiones. 

Finalmente, el principio (lógico-psicológico) de inducción solo puede proporcionarme verdades probables (por muchas experiencias similares que acumule sobre rosas en climas templados, nunca podré decir con seguridad que no pueda florecer una rosa en el polo) y, por supuesto, no menos subjetivas (pues toda inducción se funda en la reiteración de mis propias impresiones)…

¿Y ahora qué? ¿Encontráis alguna objeción a estas objeciones? ¿Sois racionalistas o empiristas (o ni una cosa ni otra, sino todo lo contrario)?




El racionalismo, o de cómo conocerlo todo al modo matemático.

El racionalismo es una teoría sobre el conocimiento defendida por muchos filósofos, desde los griegos hasta hoy. En la modernidad el racionalismo está representado por autores como Descartes, Spinoza, Leibniz o Wolff, entre otros.

El racionalismo sostiene que conocer algo (sea lo que sea) consiste en poder explicar las razones por las que ese algo es lo que es. Naturalmente esto supone creer que la realidad  tiene una “estructura” racional y que todo ocurre por alguna razón, pues si no supusiéramos una cierta simetría entre la forma (racional) de la realidad y nuestra forma (racional) de explicarla, ¿podríamos conocer (racionalmente) algo? El mundo, para el racionalista, es matemático.

Los racionalistas más radicales piensan que, por principio, todo se puede explicar con la razón, al modo matemático, partiendo de ciertas verdades evidentes y deduciendo de ellas todas las demás. Leibniz incluye en ese todo a los hechos particulares (por ejemplo, que Cesar cruzara un día el río Rubicón o que yo me haya levantado hoy a determinada hora). Spinoza escribió una “Ética demostrada al modo geométrico” en la que cada pensamiento sobre lo bueno y lo malo había de demostrarse como un teorema matemático. Todo esto refleja el ideal, típicamente moderno, de la “mathesis universalis” (un saber matemático que lo explicase todo de forma clara e indudable).

El origen del conocimiento ha de estar, pues, en ciertas ideas intuidas como evidentes a la luz de la razón. Que sean tan evidentes quiere decir que es imposible ponerlas en duda sin incurrir en una contradicción o absurdo lógico (son lógicamente necesarias). Candidatas a este lugar de privilegio (como pilares del edificio del conocimiento deductivo) son el cógito cartesiano (el “pienso luego existo”), el principio de identidad  (toda cosa es igual a sí misma) y de no contradicción (ninguna cosa puede tener propiedades opuestas al mismo tiempo y en el mismo sentido), el principio de razón suficiente (todo ocurre por alguna razón) y el de causalidad (todo tiene una causa), además de las ideas lógicas y matemáticas más simples. Dado que la verdad de todas estas ideas parece necesaria y eterna (no cambia nunca), y las cosas de este mundo son contingentes y temporales (cambian constantemente), aquellas no pueden haberse obtenido de la experiencia en este mundo, sino que han de descubrirse en la propia mente, como ideas innatas.

Una vez se han descubierto esas pocas ideas evidentísimas a la razón, el resto consiste en deducir, según las reglas lógicas, el resto de las ideas o pensamientos correctos sobre la realidad. Así, del mismo modo que un físico matemático deduce la idea de movimiento curvo a partir de las ideas de movimiento rectilíneo y de fuerza, un filósofo deducirá la idea de Dios a partir de las ideas de perfección y de causa. De este modo (matemático) una mente omnisciente podría deducirlo todo “a priori”, es decir: usando solo el pensamiento y sin contar con la experiencia. Podría incluso deducir que “yo estoy escribiendo esto ahora”, sin verme, simplemente conociendo mi esencia o definición, así como la de todas las variables que me afectan, y empleando adecuadamente las reglas deductivas. Naturalmente –repara Leibniz— esto no es posible para una mente limitada como la nuestra, por lo que nosotros, los humanos, necesitamos siempre un cierto conocimiento por experiencia (“a posteriori”) si queremos saber lo que ocurre concretamente en el mundo (aunque no para el conocimiento de las matemáticas o la filosofía).


El racionalismo ha recibido muchas críticas. Muchas de ellas se refieren a la creencia en el innatismo de las ideas. ¿Cómo puede tener la mente ideas antes de ninguna experiencia del mundo? (Los racionalistas responden que sin estas ideas no sería posible ni la más mínima experiencia; no se puede aprender “de cero”). ¿Cómo puede albergar la mente limitada de un ser humano la idea de perfección o de infinitud? ¿O cómo la mente, siendo una realidad de carácter temporal, puede descubrir verdades supuestamente necesarias y eternas? (Esto va a llevar a algunos racionalistas a postular la necesidad de un Ser perfecto o Dios que nos haya “instalado” esas ideas y verdades en la mente).

 Otra objeción corriente es esta: si todo conocimiento es posible “a priori” (ya que las ideas fundamentales y las reglas lógicas son innatas), ¿cómo es que no lo sabemos ya todo al nacer?  (La respuesta del racionalista suele ser que, dada la imperfección de nuestra mente, el conocimiento requiere de la experiencia para empezar a “actualizar” o desarrollar su saber innato –esto recuerda a la teoría de la reminiscencia de Platón—). 


Otra problema es que, a menudo, dos o más teorías parecen igualmente lógicas o consistentes, aunque expliquen una misma cosa de forma distinta (por ejemplo dos teorías sobre el movimiento de los astros, o sobre la naturaleza de la luz), por lo que, suponiendo que la verdad es una, hará falta recurrir a la experiencia para dilucidar cuál de ellas es la verdadera (El racionalista suele responder a esto que dos teorías no pueden ser exactamente iguales desde un punto de vista lógico y que, incluso en ese caso, el principio de unidad o simplicidad --una teoría es más verdadera si explica los mismos fenómenos de manera más simple que su contraria-- es el que debe resolver la cuestión).





lunes, 26 de enero de 2015

¿Qué es el idealismo?


El idealismo es la idea de que toda realidad es, antes de nada, una idea en mi mente. Uno puede pensar ingenuamente que el mundo se refleja tal cual es en su mente, como si esta fuera un espejo. O puede ser un poco más crítico y darse cuenta de que el mundo que vemos y pensamos es antes una visión o pensamiento que un mundo. La filosofía moderna, que es profundamente idealista, arranca de la sospecha de que la mente (esa compleja máquina con la que vemos y pensamos) modifica la realidad al captarla o comprenderla, de manera que siempre conocemos el mundo con la forma que le da la mente al conocerlo. Conocer sería entonces, no captar el mundo tal como es (¿quién podría hacer esto?), sino un modo adecuado de producir ideas (imágenes, pensamientos) a partir de los estímulos que nos llegan del entorno, o incluso que nos llegan solo de la mente, como si toda realidad y certeza brotaran de ella y solo de ella. 


El gran filósofo Descartes, padre del idealismo moderno, sospechaba que todo lo que veía y pensaba podría ser un sueño o una creación de la mente y, por tanto, que lo único que existía con todas las garantías era la propia mente, la suya. Puedo pensar que nada de lo que veo o pienso existe de verdad (decía), pero al menos mi pensamiento sí que existe (porque no puedo pensar que no exista sin estar pensando). De ahí su famosa frase: "pienso, luego yo (mi mente) existo" Esto es el idealismo: toda realidad y certeza es, antes que nada, la realidad y la certeza de la propia mente. ¿Y el resto? ¡Dios lo sabe!... 

Dado que no hay más cosa segura que la mente, los filósofos modernos se dieron a pensar intensamente en ella, en especial en cómo la mente podía producir verdades, cosa difícil si sospechamos de la realidad del mundo exterior o de la posibilidad de conocerla con objetividad... Unos se convencieron de que la verdad dependía de las imágenes o impresiones sensibles más simples, de manera que nuestras ocurrencias serían verdaderas caso de casar con tales imágenes o sensaciones primarias; a esto se le llamó empirismo, y sus representantes más egregios fueron Locke, Berkeley y Hume. Otros pensaban que la fuente de toda verdad era el razonamiento y ciertas ideas innatas (no aprendidas por experiencia); a esto se le llamó racionalismo, y los filósofos que lo defendieron fueron el propio Descartes y otros como Spinoza y Leibniz.

domingo, 25 de enero de 2015

¿Qué significa ser moderno? El paso del medievo a la modernidad.


La época moderna comienza allá por el siglo XV, a caballo entre la Baja edad media y el Renacimiento, y según los historiadores termina en el siglo XVIII, cuando los franceses le cortan la cabeza al rey y acaba, simbólicamente, el “antiguo régimen”. A la época moderna le sigue la época contemporánea que, según los historiadores, va del siglo XVIII hasta hoy. Pero a grandes rasgos, y desde el punto de vista de la mentalidad y las ideas filosóficas, las épocas moderna y contemporánea no son esencialmente distintas. Así que, grosso modo, todo lo que digamos de la Modernidad encaja también con nuestra propia época. Somos, aún hoy, modernos (y, como mucho, "postmodernos", que es casi lo mismo con otros ropajes). ¿Y qué significa eso?


La modernidad es una época de escisiones y dualidades (frente a la Edad media que, en general, fue un tiempo de unidad e integración –más o menos lograda— en torno a ciertos valores e ideas sostenidas como absolutas). La cultura medieval era teocéntrica, todo giraba alrededor de Dios y la religión. Dios y el mundo eran realidades íntimamente unidas (Dios se mostraba en el mundo, que era su creación, y comprendiendo el mundo era posible llegar a Dios, o lo más cerca posible). Pero a finales de la Edad media se impone la doctrina de la separación entre fe y razón. Crece la idea de que entre Dios y el mundo media una enorme diferencia. De un lado, Dios representa el mayor de los misterios, al que solo se puede acceder por la fe (fideísmo), pues su absoluta perfección se supone infinitamente incomparable con el mundo objeto de la filosofía y la ciencia. Por lo mismo, el mundo se diferencia y aleja de Dios, se desacraliza y mundaniza; se impone el gusto por lo mundano, esto es: la idea moderna de que hay que valorar y disfrutar de este mundo (que ya no es un valle de lágrimas o una mera escala camino del cielo). La cultura moderna abre así una primera y radical distinción entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo mundano, lo que da lugar a un ámbito cultural nuevo, construido a la medida del hombre y de su mundo (antropocentrismo).


La distinción sagrado/profano se abre paso en todos los niveles de la cultura moderna. En la economía se generalizan formas de producción desligadas e incluso opuestas a la tradición y la moral cristiana (la usura, el afán de lucro, la competencia) y características de una clase social en auge (la burguesía). Esta nueva economía, libre de trabas religiosas y sociales (como eran, por ejemplo, los gremios), es la semilla del capitalismo y su ideología va a ser el liberalismo.

En cuanto a la sociedad se rompe el lazo entre lo natural y lo propiamente social. Las nuevas clases sociales están basadas en la riqueza, y en la capacidad para obtenerla, y no en la sangre ni en ningún otro orden estático, natural o divino (como eran los estamentos medievales).  Además, se va a ir produciendo una escisión muy fuerte entre el grupo social y el individuo particular. Crece el individualismo, se valora la vida privada (distinguiéndola de la vida pública), y se cultiva la personalidad (como sucede entre los artistas del Renacimiento), frente al espíritu de “rebaño” (o Iglesia) y el anonimato propios de la Edad media.

En el ámbito político e institucional se rompe un lazo tras otro. En primer lugar, la ruptura es entre Iglesia e Imperio, comienzo de la distinción moderna entre la Iglesia y el Estado (la religión es un asunto privado, y no debe regir los asuntos públicos, que deben ser gobernados por un Estado secularizado). Casi a la vez, se produce la ruptura en el seno mismo de la Iglesia: la Reforma protestante rompe al cristianismo occidental en dos: católicos y reformistas (estos últimos defienden la relación individual con Dios; la Biblia no admite una única lectura, sino muchas, una por cada individuo). En tercer lugar, se desatan las tensiones entre el Imperio y los distintos reinos: cada uno quiere configurar una entidad política diferenciada; es el nacimiento de las naciones modernas, y de la ideología que las sustenta: el nacionalismo. Un poco más acá en el tiempo se dará también la ruptura entre el Rey y la sociedad, que ya no acepta la tutela monárquica y pretende estar formada por “ciudadanos” y no por  “súbditos” (republicanismo).


Fruto de estas rupturas políticas lo son también el divorcio entre el derecho civil y el derecho natural o divino: las leyes tendrán que justificarse de otra manera que apelando a Dios. La respuesta está en la moral, pero ¿qué moral? Rota la unidad entre la moral pública (cristiana) y la moral privada, en la cultura moderna cada individuo tiene sus valores (relativismo), por lo que se hace necesario un consenso o contrato (una moral común mínima), fruto de la suma de opiniones particulares; esto es el contractualismo y la futura democracia.

En cuanto al saber, la ya citada distinción entre fe y razón alienta el cisma definitivo entre teología y filosofía (cara y cruz de lo mismo durante la Edad media), y la idea de autonomía de la razón, que se basta por si sola para comprender el mundo, aunque al precio de desvincularse del mundo del espíritu, que queda en mano de la teología y, en unos siglos, de la propia filosofía. En efecto, el éxito de la Revolución científica va a marcar una nueva diferencia, vigente hasta hoy: la que se da entre la filosofía y la ciencia. Es decir, entre el ámbito de las ideas, los valores y la racionalidad (todo lo ligado al "espíritu"), de un lado, y el ámbito de los hechos y la experiencia, del otro (lo ligado a la "naturaleza"). Así, frente al racionalismo tradicional (vinculado a la vieja escolástica y la filosofía clásica) surge el moderno empirismo de los filósofos ingleses (para los que la verdad debe sustentarse en hechos o impresiones sensibles). 
Ambos (racionalistas y empiristas) están no obstante de acuerdo en la “novedosa” y problemática escisión entre el mundo objetivo y la mente subjetiva (el idealismo moderno, compartido por la mayoría de los filósofos). 

Finalmente, la suprema libertad divina (todo Voluntad y Poder) se separa del mundo terreno, imaginado como un inflexible mecanismo de relojería en el que la libertad humana no parece tener cabida. Es el problema del determinismo...



viernes, 23 de enero de 2015

¿Quién manda más: la Iglesia o el Estado?


¿Por qué existen la sociedad, el poder político o las leyes? ¿Y por qué hemos de obedecer esas leyes y a quiénes los gobiernos o Estados que las administran?... Estos son algunas de las preguntas más interesantes de la filosofía política. Veamos qué tienen que decir al respecto los teólogos medievales.

Su explicación del origen de la sociedad y la ley parece un tanto mítica, aunque no será muy diferente, en el fondo, de la que oiremos en algunos filósofos modernos. Antes del pecado los hombres vivíamos en el paraíso natural (en una especie de “estado de naturaleza”), donde éramos autosuficientes (todo lo necesario a la vida nos era dado) y buenos, por lo que vivíamos en perfecta armonía con los demás. Pero tras el pecado nos volvimos menesterosos y egoístas. Por lo primero, tuvimos que asociarnos con otros para paliar nuestras necesidades (el trabajo en equipo, según los antropólogos actuales, permitió que pudiéramos adaptarnos y sobrevivir). Por lo segundo (por volvernos malos y egoístas) tuvimos que instituir las leyes, para resolver con ellas los conflictos de intereses y poder convivir juntos.

Ahora bien, ¿qué leyes hemos de instituir y respetar? Para que las leyes generen orden social y garanticen la convivencia hay que respetarlas incluso cuando no nos convenga. ¿Por qué vamos a respetarlas en ese caso? ¿En qué se fundamenta el respeto a la ley y la conformidad con el poder que las instituye y aplica? Hay muchas respuestas a esta pregunta, pero en la Edad media la respuesta suele ser esta: por que las leyes legítimas vienen de Dios. Los teólogos medievales afirman que las leyes deben fundamentarse en el “derecho natural”, que es aquel que se justifica en las Escrituras y la doctrina cristiana.

Ahora bien, si el fundamento de las leyes civiles son las “leyes de Dios”, ¿no debería ser la Iglesia quien las estipulara e hiciese cumplir? En otras palabras: ¿no debería ser la Iglesia quien ostentara el poder político?

A lo largo de la Edad media europea, el Estado y la Iglesia (el emperador y el Papa) mantienen una lucha abierta por acaparar el poder político. Las posturas al respecto son variadas, pero podemos nombrar estas cuatro. 

El cesaropapismo es la doctrina que defiende la acumulación del poder político y religioso en manos del emperador (a la manera de los emperadores antiguos, que reunían en sí el poder político y el sacerdotal). La teoría de “las dos espadas” reza que el poder debe ser compartido por el emperador y el Papa (sin que esto deba generar conflictos pues, al fin y al cabo, el fin de ambos es el mismo y lo mismo: el bien común y la salvación). Las posiciones más teocráticas postulan la asunción de todo el poder por parte del Papa (que es el máximo representante del Legislador divino en la Tierra). 

Y, finalmente, a finales de la Edad media, se impone la teoría de la separación de poderes: el Estado debe administrar todo el poder político y la Iglesia debe limitarse a la salvación de las almas. Esta división de tareas (pareja a la que se produce, en el mismo periodo, entre la fe y la razón) es una de las escisiones que determinan el paso desde la época medieval a la época moderna. Separada y reducida al ámbito de lo profano, la ley civil pierde su autoridad sagrada. ¿En qué habrá de fundamentarse, entonces, el respeto y la conformidad con el poder? ¿En la divinidad de los Reyes? ¿En el sagrado amor a la Patria y la Nación? ¿En los Derechos individuales (sobre todo, el derecho a la propiedad de los ricos burgueses)? ¿En el interés de la Voluntad Popular expreso en un Contrato social?... La respuesta en próximos capítulos. Mientras tanto podéis ir pensando hasta qué punto es cierta o posible, aún hoy, la separación entre Iglesia y Estado.


martes, 20 de enero de 2015

Dios, lógicamente, existe.



La otra noche realizamos un experimento psicofónico en la caverna, en la parte que está bajo las ruinas de la biblioteca de Alejandría. Para nuestra sorpresa captamos este diálogo entre una tal Elena de Atenas, astrónoma y discípula de la famosa Hipatia, y un joven monje llamado Teodoro. La conversación ocurrió (según hemos podido datar) a finales de la Edad media y, como era habitual entonces, versó sobre la existencia de Dios... 
  
Elena de Atenas.- Contemplando estos muros, arruinados por la guerra y la locura de los hombres, me convenzo aún más de la inexistencia de Dios…
Teodoro de Alejandría.- El mundo parece a veces el infierno, pero Dios nos dotó de razón y de fe para salvarlo y salvarnos de él.
E.- ¿Me llevarás ante el inquisidor si te digo que soy atea? Si lo haces le diré que no sé lo que me digo, ya que soy mujer y según he oído decir a los de tu orden, débil mental.
T.- Yo no creo tamaña estupidez sobre las mujeres, así que tendría que llevarme a mi mismo también ante el inquisidor. Pero en lugar de eso, permite que comparezcamos los dos ante un tribunal legítimo, el de la razón. ¿Dices, entonces,  que Dios no existe?
E.- Eso digo. O, al menos, que yo no tengo pruebas de su existencia.
T.- Admites, conmigo, que llamamos Dios a un supuesto ser mayor que el cual no hay nada.
E.- Vale, admito que esa es la definición de Dios, pero no por definir algo demostramos su existencia.
T.- De acuerdo. Podemos definir lo que es un dragón o una bruja sin que tales cosas tengan que existir (salvo, quizás, para los inquisidores). Pero piensa como hemos definido a Dios: el ser mayor y más perfecto que podamos concebir. Ahora: ¿crees que existir es una perfección?
E.- No sé si te entiendo.
T.- Imagina dos bibliotecas de Alejandría, las dos igualmente hermosas y repletas de todos los libros que merecen ser leídos; imagina que la única diferencia entre ambas es que una existe de verdad y la otra es solo fruto de nuestra fantasía. ¿Cuál de ellas sería, para ti, más perfecta?
E.- Prefiero una biblioteca que exista, siempre que sea tan maravillosa como la que imagino.
T.- Así es. De dos seres, iguales en todo lo demás, el que existe es necesariamente más perfecto que el que no.
E.- Cierto.
T.- Ahora piensa. Si hemos definido a Dios como el ser más perfecto que cabe concebir o imaginar, ¿no tendrá que ser algo más que mero concepto o imaginación?
E.- ¿Cómo dices?
T.- Si Dios es el ser más perfecto que podamos concebir, y existir es una perfección, Dios no puede carecer de existencia, pues en ese caso podríamos concebir un ser más perfecto que él…
E.- Quieres decir que…
T.- Que si Dios es por definición lo más perfecto, entonces, por definición, tiene que existir.
E.- Porque si careciera de existencia ya no podríamos concebirlo como el ser más perfecto.
T.- Eso es. Dios, por definición, es algo más que una definición: ¡existe! Y hemos demostrado su existencia de forma puramente racional, tal como se demuestran las propiedades de una figura geométrica. Este argumento se lo debemos a Anselmo de Canterbury.
E.- ¡Asombroso! ¿Y eso se lo cree alguien?
T.- ¿Qué quieres decir?
E.- Pues que has dado un salto incomprensible entre las palabras y las cosas. Una cosa es que Dios tenga que definirse lógicamente como existente y otra cosa, muy distinta, es que Dios exista de verdad. Las definiciones y razonamientos no producen cosas, ni tampoco hemos de suponer que algo, por ser lógico, exista. Esto último hay que comprobarlo, además, por los sentidos.
T.- Veo que estás hecha una buena empirista y que, como tal, admites una incomprensible distinción entre las palabras (esas cosas que no son cosas) y las cosas (esas palabras que no son palabras).
E.-  Llámalo sentido común. Además. Supongamos que concebimos el dragón perfecto, ¿también dirás que existe?
T.- Sin duda. ¿No has leído, acaso, al divino Platón?
E.- Prefiero al profano Aristóteles.
T.- Estupendo, entonces déjame que te presente otras pruebas, las del hermano Tomás de Aquino.
E.- Me han hablado de sus inacabables sumas, así que, réstale todo lo que puedas y sé breve, tengo que volver a mis estudios.
T.- ¿Dirás que todo lo que se mueve, se mueve por algo, y que este algo es movido a su vez por otra cosa y así sucesivamente?
E.- Lo diré.
T.- ¿Y que todo lo que existe tiene en otro la causa de su existir, como el hijo existe por el padre y éste por su propio padre y así una y otra vez?
E.- También.
T.- ¿Y crees que esta sucesión de causas podría prolongarse hasta el infinito?
E.- ¿Qué pasaría si así fuera?
T.- Exactamente nada. Si las causas de lo que ocurre o existe fueran infinitas, nunca llegaría a ocurrir ni a existir nada. ¿Te imaginas que las causas por las que hemos empezado este diálogo se remontasen al infinito? Jamás habrían transcurrido todas las que tendrían que transcurrir hasta llegar a este momento. Ni siquiera habrían empezado a empezar, ¿pues cuándo empieza algo infinito?
E.- Entiendo. Entonces es necesario afirmar que existe una Primera Causa incausada, como ya decía Aristóteles.
T.- Así es: un Ser Existente por sí, y no por otro, Padre sin padre de todo otro padre. Y esto ya no lo pudo decir Aristóteles, que ni le pasó por la cabeza que el mundo fuera creación de un Dios increado.
E.- “Yo soy el que soy”, como dicen que dijo tu Dios.
T.- Él es el Ser, los demás solo tenemos ser por Él, en préstamo cabe decir, y durante un tiempo, al menos en este mundo mortal.
E.- E imperfecto.
T.- Imperfecto, sí. ¿Pero cómo podríamos apreciar esa imperfección sin suponer lo Sumamente Perfecto? Si tú aprecias más la filosofía del sabio Averroes que la del santo Agustín, ¿será acaso porque posees un criterio de perfección?
E.- Y si mi criterio es más perfecto que el tuyo, como creo, será porque supongo un criterio de perfección aún mayor y… de nuevo el infinito.
T.- De nuevo Dios, querrás decir, que es aquello más perfecto que todo, como dijimos. De cualquier modo, ¿te parece el mundo tan imperfecto? ¿No es cierto que las tierras y los cielos persiguen el orden que dejó dispuesto el Creador?
E.- ¿Te refieres a las leyes astronómicas que me place descubrir en los cielos?
T.- Y también en la tierra. ¿No es el cosmos entero un prodigio de orden y fines para el que sabe entenderlo?
E.- No puedo negarte que tengo esa convicción. ¿O tendría que decir esa fe?
T.- Ambas cosas, tal vez. Pues el orden, la ley y la finalidad del cosmos, como espero oírte decir, no pueden formar parte de aquello mismo a lo que dan orden, ley o fin.
E.- Eso sí lo he pensado en ocasiones. Las leyes matemáticas que dirigen el movimiento de los astros, no están en un lugar concreto…
T.- Justamente porque están en todos, envolviendo el cielo, más allá de él. Ni tampoco la Finalidad del mundo puede ser una cosa o parte cualquiera del propio mundo.
E.- Veo qué quieres decir. Que son trascendentes. Pero no esperes que por ello afirme que en ese misterioso más allá existe un Dios como el tuyo.
T.- ¿Qué falta para que te convenza?
E.- Falta que me expliques qué falta le hace a Dios todo el dolor del mundo. ¿Cómo un Dios Perfectísimo, Sapientísimo, Omnipotente y Bueno creó este lugar lleno de inquisidores y fanáticos? ¿Cómo permite la muerte y la guerra, hecha tan a menudo en su nombre?
T.- A veces, hermana, hace falta conocer el árbol entero para entender por qué algunas de sus hojas se pudren y mueren. ¿Crees, de cualquier modo, que Dios hubiera podido crear un mundo tan perfecto como Él?
E.- Sé que no, pues es imposible que coexistan dos seres plenamente perfectos. Cada uno carecería del ser del otro.
T.- Piensa, además, que Dios, por hacernos a Él semejantes, nos hizo libres. Libres para ser como Él, pero también para no serlo. En eso consiste la libre voluntad, la salvación y el pecado.
E.- ¿Y que defecto de omnipotencia impidió al Altísimo hacernos tan sabios como libres, para así no equivocarnos y hacer siempre el bien? ¿No le hubiera bastado un grano minúsculo de imperfección (una sola nariz contrahecha, un solo libro mal encuadernado) para que este mundo hubiera sido posible sin hacerle sombra a su Creador?
T.- Tal vez sí o tal vez no. Te confieso, humildemente, que ante el misterio del mal solo sé rezar. Quizás quieras acompañarme.
E.- Prefiero enfrentar la oscuridad con los ojos bien abiertos.


Si queréis más argumentos o los mismos pero mejor dichos consultad este documento secreto.

lunes, 19 de enero de 2015

De la esencia y la existencia en Tomás de Aquino.


¿Todo lo que puedo pensar existe? Como pensamiento sí (porque lo pienso yo, que sí existo), pero como realidad plena e independiente de mi no. Yo puedo pensar en brujas, unicornios, en el trabajo que me gustaría tener, o en mi abuelo, que murió antes de que yo naciera. Puedo pensar en todo eso, hablar de ello, definir cada una de esas “cosas” (o, más que cosas, “conceptos”), pero no por eso lograré que existan. Puedo pensar en ello porque los conceptos representan la ESENCIA de una cosa (su modo de ser, sus características), pero de que yo tenga en mi mente ese concepto o esencia no se deduce su EXISTENCIA. Para que tales esencias existan hace falta algo más que ellas mismas. Por ejemplo, para que exista el trabajo que me gustaría tener (y en cuya esencia puedo pensar), hace falta que yo (que ya existo) y quizás otros seres y cosas existentes (un amigo que conozco, un dinero que está en el banco, un esfuerzo real por mi parte) lo hagan existir. A los seres y cosas de este mundo la existencia les viene siempre de otros. Yo mismo tengo existencia porque me la dio (en parte) mi padre, y a este su propio padre, y a este…. ¿Podríamos seguir así hasta el infinito o tiene que haber, por decir así, un Primer Padre que ya no existe por otro, sino por sí mismo? Lógicamente lo segundo,  pues si la sucesión de padres e hijos, es decir de seres existentes y seres-causa de esa existencia, fuese infinita ni yo ni nadie hubiésemos nacido nunca (tendrían que haber nacido infinitos padres antes de que yo naciera, luego nunca habría nacido yo).

¿Quién es este primer Padre sin padre? Obviamente Dios. Ahora bien, nadie puede dar lo que no tiene, y si Dios es la causa de toda existencia (el Padre de todo), es porque la existencia la tiene de por sí (y no por otro, porque no hay nadie antes que él). Esto quiere decir que en el modo de ser o esencia de Dios está necesariamente la existencia (o como diría San Anselmo, que la definición o concepto de Dios –como el ser más perfecto en que cabe pensar— implica lógicamente su existencia). Dios es, por tanto, el único ser cuyo modo de ser (su esencia) consiste fundamentalmente en ser (en existir). Dios es el ser que es (o como dice Yahvé en la Biblia, “Yo Soy el que Soy”).

Los demás seres no somos el ser, sino que simplemente tenemos ser, no por nosotros (porque nuestra esencia o concepto no implica que existamos), sino en última instancia por el Primer Padre o Causa de toda existencia. Dios es quien nos da la existencia (y nos la quita). Por eso somos prescindibles, simples criaturas o hijos de Dios, compuestos (temporales) de esencia y existencia. En el lenguaje aristotélico que maneja Tomás de Aquino, las criaturas, de por sí, solo tenemos la existencia en potencia, y es Dios la causa de que (temporalmente) la tengamos también en acto. El, que es pura existencia en acto, es quien nos la "presta".

Con esta ingeniosa teoría Tomás de Aquino pretende conciliar el dogma cristiano de la creación con la filosofía griega, para la que no tenía sentido alguno la noción de un dios creador. 
Para los griegos el problema ontológico estaba en averiguar la arkhé, el principio o ser fundamental de la realidad, es decir, la materia común, las formas de las cosas, la causa del movimiento, la ley que lo determina todo. Tal vez la causa y la ley del movimiento fueran, para ellos, algo divino. Pero lo que ninguno de ellos admitía era que un dios creara el mundo de la nada, es decir, que en algún momento no hubiera habido realidad. Esto les parecía lógicamente increíble (¿cómo surge el mundo a partir de nada?)...
Por el contrario, el judaísmo y el cristianismo afirman que Dios no es solo la causa del movimiento y el que presta ley y orden al mundo, sino algo más: su creador. Dios no es solo como el "arkhé" del mundo, sino también su hacedor, el que lo crea, misteriosamente, a partir de la nada. 
Tomas intenta encontrar una solución para conciliar ambas posturas, dotando de mayor racionalidad al dogma de la creación. Su solución (de inspiración aristotélica) es que Dios no crea el mundo de la nada, pues éste ya es como esencia o concepto en su mente. El mundo creado es fruto de la acción eficiente de Dios, que actualiza, según su voluntad, aquello que ya existe (el mundo) pero solo en potencia. Así pues, el Dios tomista va más allá del Primer motor de Aristóteles. Éste se limita a ser la primera causa del cambio. El Dios de Tomás es, más radicalmente, la primera causa de la existencia. 

En conclusión, el mundo entero tal como lo pensamos pudiera no haber existido (es prescindible, contingente –como parece mostrar hoy la ciencia—). Si existe es por… ¿Por qué? La respuesta de un cristiano (y de Tomás) a este misterio es: por la voluntad o el deseo de Dios.
Esto sigue siendo bastante irracional (aunque no es más racional la “solución” que dan los físicos actuales cuando se les pregunta por la causa última del Universo). Pero, aún así, Tomás es uno de los teólogos cristianos más racionalistas. Al fin y al cabo Dios no crea de la nada, sino solo a partir de lo que es posible o concebible (a partir de Esencias, cuya existencia está en potencia). Además, por eso mismo, no puede crear lo que quiera, sino solo lo pensable o concebible. Solo las esencias (lo que podemos pensar) tienen la potencia de existir (que Dios convierte con su deseo en acto). A diferencia del Dios de los teólogos más irracionales, que es pura Omnipotencia y puede hacer que existan los círculos cuadrados o que dos más dos sean siete (es decir, que existan cosas inconcebibles o carentes de esencia), el Dios del tomismo es poderoso solo en cuanto sabio (o lógico). O, mejor, su Poder radica en su Sabiduría. Como se dice en los Evangelios: "En el principio existía el Logos, y el Logos estaba con Dios / y el Logos era Dios. / (…) / Todo fue hecho por él / y sin él nada se hizo (...)" [Juan, 1, 1-18].


jueves, 15 de enero de 2015

LA FE contra/sobre/con/bajo/separada de LA RAZÓN

Muchos teólogos-filósofos medievales pretendieron utilizar la razón (y la filosofía) para confirmar las creencias cristianas. Esto les condujo a plantearse la relación entre la fe (creer por voluntad) y la razón (creer por entendimiento). ¿Son compatibles? ¿Qué relación puede haber entre ellas? Estas son las respuestas que dieron.


1. No hay relación posible. La fe es la única vía a la verdad (Fideísmo). Dios y su creación son misterios demasiado grandes para la razón humana. Querer comprenderlos es soberbia y pecado (el pecado original, acordaos, consistió en probar del árbol de la sabiduría). Además Dios es libre y omnipotente, hace lo que quiere, no lo que es lógico. El cristiano debe entregarse en brazos de la fe, ciegamente, sin entender (“Creo porque es absurdo”, decía Tertuliano). “Ora et labora” (reza y trabaja), esa es la vida que conduce a la salvación.

2. La razón se subordina a la fe (San Agustín y otros). La filosofía y la razón conducen a la fe en Dios. San Agustín (influido por el neoplatonismo) pensaba que el ser de las cosas reside en formas invariables e inmateriales que no pueden tener su origen ni en el mundo ni en el alma (pues ambos son variables e imperfectos), sino en Dios. Además, es la bondad de Dios lo que garantiza que nuestra razón no nos engañe. Dios está, así, al final y al principio de todo conocimiento: “entender para creer, y creer para entender”. La razón y la filosofía deben ponerse, pues, al servicio de la fe y la religión. Todo otro conocimiento es “vana curiositas” (vana curiosidad).


3. Fe y razón son distintas perspectivas de una misma verdad (Sto. Tomás de Aquino). Dios es un misterio, pero no sus obras o efectos: las Sagradas Escrituras y el mundo. Por la fe conocemos y confirmamos las Escrituras (teología sagrada). Por la razón conocemos el mundo (teología natural). Ambas obras (las Escrituras y el mundo) y ambas vías de conocimiento (fe y razón) son creación de Dios, por lo que son buenas y no pueden entrar en contradicción. Además, fe y razón colaboran. La razón ayuda a la fe con sus argumentos (demostrando la existencia de Dios y otras verdades cristianas), y la fe ayuda a la razón sosteniendo la creencia en la racionalidad del mundo.



4. La fe se subordina a la razón (Averroes y otros). Algunos filósofos medievales (pocos y considerados herejes) llegaron a sostener que la razón y la filosofía representan un tipo de conocimiento (de Dios y del mundo) superior al de la teología sagrada (mezcla de fe y razón) o al de la mera fe (que se vale de la imaginación y el sentimiento para acercar la verdad a la gente más sencilla). Esta fue una opinión marginal durante la Edad media.


5. Autonomía de la fe y de la razón. (Guillermo de Occam y otros). Fe y razón son formas de conocimiento totalmente distintas, cada una de ellas referida a un ámbito de realidad diferente. La fe y la religión se ocupan de lo sobrenatural (lo sagrado). La razón y la ciencia se ocupan del mundo natural (lo profano). Fe y religión no se contradicen porque no se ocupan de lo mismo. Cada una produce sus verdades, que son válidas en su campo, sin interferir la una en la otra (teoría de la doble verdad). Este dualismo (fe/razón, religión/filosofía, Dios/mundo, sagrado/profano, etc.) va a formar parte de la mentalidad moderna.




Si queréis más, aquí tenéis otra versión del mismo asunto.


Y aquí, la presentación de clase











martes, 13 de enero de 2015

¿Es compatible la filosofía con la religión? Introducción a la filosofía medieval.


Los teólogo-filósofos medievales van a intentar construir una síntesis entre la racionalidad filosófica y los dogmas cristianos para mejor convencer(se) de su fe y para defenderla de los incrédulos, adornándola y empapándola con la filosofía. Ahora bien, ¿es esto posible? ¿Son conciliables la religión y la filosofía (y la ciencia)? ¿Es compatible la fe con la razón? ¿Se puede ser creyente y, a la vez, filósofo o científico? Estas son las cuestiones de fondo que la laten bajo la llamada “filosofía medieval”. Por eso quiero que vayáis planteándoos las siguientes preguntas:

-         ¿Se puede ser cristiano (o musulmán, o judío o creyente en cualquier otra religión) sin estar loco o apostar por lo irracional (despreciando o relegando la razón)? ¿Es racional creer que el mundo es obra de un Dios, que ha enviado a su Hijo para salvarnos, que espera para juzgarnos en el Juicio final, etc.? Y si todo esto se mantiene o afirma por fe, ¿es racional tener fe, es decir, creerse ciegamente las cosas?

-         ¿Se puede ser cristiano (o religioso) y, a la vez, filósofo o científico (y hay muchos casos, además del de los filósofos medievales)? ¿Cómo?


-         ¿Se puede ser filósofo, científico o simplemente racionalista sin tener fe en ciertas cosas fundamentales (por ejemplo, en que el mundo es racional y podemos comprenderlo con nuestra sola razón)? 



-    ¿Es posible justificar racionalmente el ateísmo?



Mientras lo vais pensando, aquí tenéis una introducción a la filosofía medieval en formato presentación: