lunes, 21 de enero de 2013

¿Qué significa ser "moderno"?


La época moderna comienza allá por el siglo XV, a caballo entre la Baja edad media y el Renacimiento, y según los historiadores termina en el siglo XVIII, cuando los franceses le cortan la cabeza al rey y acaba, simbólicamente, el “antiguo régimen”. A la época moderna le sigue la época contemporánea que, según los historiadores, va del siglo XVIII hasta hoy. Pero a grandes rasgos, y desde el punto de vista de la mentalidad y las ideas filosóficas, las épocas moderna y contemporánea no son esencialmente distintas. Así que, grosso modo, todo lo que digamos de la Modernidad encaja también con nuestra propia época. Somos, aún hoy, modernos (y, como mucho, "postmodernos", que es casi lo mismo con otros ropajes). ¿Y qué significa eso?


La modernidad es una época de escisiones y dualidades (frente a la Edad media que, en general, fue un tiempo de unidad e integración –más o menos lograda— en torno a ciertos valores e ideas sostenidas como absolutas). La cultura medieval era teocéntrica, todo giraba alrededor de Dios y la religión. Dios y el mundo eran realidades íntimamente unidas (Dios se mostraba en el mundo, que era su creación, y comprendiendo el mundo era posible llegar a Dios, o lo más cerca posible). Pero a finales de la Edad media se impone la doctrina de la separación entre fe y razón. Crece la idea de que entre Dios y el mundo media una enorme diferencia. De un lado, Dios representa el mayor de los misterios, al que solo se puede acceder por la fe (fideísmo), pues su absoluta perfección se supone infinitamente incomparable con el mundo objeto de la filosofía y la ciencia. Por lo mismo, el mundo se diferencia y aleja de Dios, se desacraliza y mundaniza; se impone el gusto por lo mundano, esto es: la idea moderna de que hay que valorar y disfrutar de este mundo (que ya no es un valle de lágrimas o una mera escala camino del cielo). La cultura moderna abre así una primera y radical distinción entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo mundano, lo que da lugar a un ámbito cultural nuevo, construido a la medida del hombre y de su mundo (antropocentrismo).


La distinción sagrado/profano se abre paso en todos los niveles de la cultura moderna. En la economía se generalizan formas de producción desligadas e incluso opuestas a la tradición y la moral cristiana (la usura, el afán de lucro, la competencia) y características de una clase social en auge (la burguesía). Esta nueva economía, libre de trabas religiosas y sociales (como eran, por ejemplo, los gremios), es la semilla del capitalismo y su ideología va a ser el liberalismo.

En cuanto a la sociedad se rompe el lazo entre lo natural y lo propiamente social. Las nuevas clases sociales están basadas en la riqueza, y en la capacidad para obtenerla, y no en la sangre ni en ningún otro orden estático, natural o divino (como eran los estamentos medievales).  Además, se va a ir produciendo una escisión muy fuerte entre el grupo social y el individuo particular. Crece el individualismo, se valora la vida privada (distinguiéndola de la vida pública), y se cultiva la personalidad (como sucede entre los artistas del Renacimiento), frente al espíritu de “rebaño” (o Iglesia) y el anonimato propios de la Edad media.

En el ámbito político e institucional se rompe un lazo tras otro. En primer lugar, la ruptura es entre Iglesia e Imperio, comienzo de la distinción moderna entre la Iglesia y el Estado (la religión es un asunto privado, y no debe regir los asuntos públicos, que deben ser gobernados por un Estado secularizado). Casi a la vez, se produce la ruptura en el seno mismo de la Iglesia: la Reforma protestante rompe al cristianismo occidental en dos: católicos y reformistas (estos últimos defienden la relación individual con Dios; la Biblia no admite una única lectura, sino muchas, una por cada individuo). En tercer lugar, se desatan las tensiones entre el Imperio y los distintos reinos: cada uno quiere configurar una entidad política diferenciada; es el nacimiento de las naciones modernas, y de la ideología que las sustenta: el nacionalismo. Un poco más acá en el tiempo se dará también la ruptura entre el Rey y la sociedad, que ya no acepta la tutela monárquica y pretende estar formada por “ciudadanos” y no por  “súbditos” (republicanismo).

Fruto de estas rupturas políticas lo son también el divorcio entre el derecho civil y el derecho natural o divino: las leyes tendrán que justificarse de otra manera que apelando a Dios. La respuesta está en la moral, pero ¿qué moral? Rota la unidad entre la moral pública (cristiana) y la moral privada, en la cultura moderna cada individuo tiene sus valores (relativismo), por lo que se hace necesario un consenso o contrato (una moral común mínima), fruto de la suma de opiniones particulares; esto es el contractualismo y la futura democracia.

En cuanto al saber, la ya citada distinción entre fe y razón alienta el cisma definitivo entre teología y filosofía (cara y cruz de lo mismo durante la Edad media), y la idea de autonomía de la razón, que se basta por si sola para comprender el mundo, aunque al precio de desvincularse del mundo del espíritu, que queda en mano de la teología y, en unos siglos, de la propia filosofía. En efecto, el éxito de la Revolución científica va a marcar una nueva diferencia, vigente hasta hoy: la que se da entre la filosofía y la ciencia. Es decir, entre el ámbito de las ideas, los valores y la racionalidad (todo lo ligado al "espíritu"), de un lado, y el ámbito de los hechos y la experiencia, del otro (lo ligado a la "naturaleza"). Así, frente al racionalismo tradicional (vinculado a la vieja escolástica y la filosofía clásica) surge el moderno empirismo de los filósofos ingleses (para los que la verdad debe sustentarse en hechos o impresiones sensibles). 
Ambos (racionalistas y empiristas) están no obstante de acuerdo en la “novedosa” y problemática escisión entre el mundo objetivo y la mente subjetiva (el idealismo moderno, compartido por la mayoría de los filósofos). 

Finalmente, la suprema libertad divina (todo Voluntad y Poder) se separa del mundo terreno, imaginado como un inflexible mecanismo de relojería en el que la libertad humana no parece tener cabida. Es el problema del determinismo...



3 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Hola Luis. A nuestro juicio, asumir como válidas todas esas dualidades (y las contradicciones y problemas que se derivan de ello) que se citan en la entrada. Un saludo

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