lunes, 23 de febrero de 2015

Yes, we Kant (?) La Ilustración y Kant.

Según Kant, la Ilustración y el progreso de la sociedad consistía en que los individuos dejaran de ser "menores de edad” mental y se atrevieran a pensar por su cuenta, sin permitir que otros pensaran y decidieran por ellos. Kant pensaba que la mayoría de la gente era, en su época, “menor de edad” y que, por tanto, eso de la Ilustración apenas era más un propósito que una realidad. Para Kant, el medio idóneo para lograr ese propósito era la educación. O, más exactamente, cierto tipo de educación: aquella que descubre al individuo la necesidad de pensar por sí mismo y le enseña a hacerlo. Ahora bien, de un lado esta educación apenas existía (los "tutores" o educadores eran tan inmaduros o dependientes de prejuicios como sus pupilos, por lo que no hacían sino prolongar la minoría de edad de estos). Y de otro lado la mayoría no se prestaba fácilmente a salir de su situación, ya fuera por miedo (¡quién se atreve a pensar por sí mismo corriendo el riesgo de perderse del rebaño!), ya por pereza y, en general, por no tener un genuino deseo de libertad que fuera más allá de la satisfacción de los deseos "naturales" (según Kant: el deseo de estar sano, de tener dinero, y de aliviar como sea el miedo a la muerte).
  
¿Ha cambiado algo desde la época de Kant? ¿Es la mayoría de la gente de nuestro entorno “mayor de edad” (en el sentido de los ilustrados)? ¿En qué consiste realmente ser "mayor de edad"? ¿Es la educación de hoy instigadora de ese pensamiento propio y libre que, según Kant, representa el acceso a la verdadera “mayoría de edad”? 


¿QUÉ PIENSAS TÚ?







domingo, 15 de febrero de 2015

El contractualismo: la teoría política moderna.


Los hombres del medioevo (y de gran parte de la época moderna) solían creer que su mala ventura y sus discordias eran fruto de su naturaleza manchada por el pecado, y que solo un poder exterior a ellos podía salvarlos del desorden y la violencia. En aquella época el poder de los reyes, los señores y los clérigos, era grande y misterioso. Los hombres confiaban en ellos porque su poder provenía de Dios, que por su gracia y providencia los había señalado para gobernar a su rebaño. Así, Dios había cedido su divina soberanía a los señores (nobles y clérigos) que, por su superior valor y virtud, tenían la competencia para gobernar sobre los cuerpos y las almas de sus vasallos (es decir, sobre la vida, los bienes y la libertad de la mayoría). Sobre todos esos señores sobresalía a su vez el rey, cuyo poder omnímodo era la expresión del poder omnímodo del mismo Dios. El ejemplo más majestuoso de esta doctrina política, típica del “antiguo régimen”, es de los reyes absolutos de la Europa moderna, como aquel famoso rey francés, Luis XIV, del que dicen que dijo: “el Estado soy yo”.


Pero desde el siglo XVII, algunos filósofos y hombres, burgueses e ilustrados (entre ellos Hobbes, John Locke y, más tarde, Jean-Jacques Rousseau), comienzan a confabular una nueva doctrina política. Pensaban estos intelectuales que los hombres eran, en efecto, imperfectos por naturaleza y necesitados, por tanto, de ley y de gobierno para asegurar la paz y la justicia (hasta el bueno de Rousseau pensaba que su “buen salvaje” podía verse corrompido por la ambición y la violencia). Pero a diferencia de lo que era habitual creer, estos filósofos pensaban que el hombre podía perfeccionarse por sí mismo, con ayuda de su razón. Y así, en lugar de entregarse confiado al poder salvador de Dios y del rey, erigirse en soberano autónomo, en rey de sí mismo.

 Nace entonces la idea de soberanía individual: el poder legítimo reside, por naturaleza y razón, en la conformidad con la ley de todos y cada uno de los individuos por igual. ¿Y qué leyes son esas que suscitan la aprobación racional o "natural" de los individuos? Para los filósofos políticos modernos van a ser muy pocas, aunque muy importantes, porque van a convertirse en la fuente de legitimidad del derecho (es decir, del resto de las leyes), y son la simiente de lo que más tarde llamaremos "Derechos Humanos". Estas leyes o derechos fundamentales serán: el derecho a la vida, a la libertad, a la igualdad y, según algunos (pero no todos), el derecho a la propiedad.  

Ahora bien, la misma razón que reconoce este poder y derecho en los individuos, reconoce también la posibilidad del conflicto entre los derechos naturales de unos y de otros, de ahí que arbitre la siguiente solución. Todos los miembros activos de la sociedad, reunidos como pueblo, decidirán constituir unas leyes básicas y un sistema político (es decir, una constitución) que sirvan para resolver, con justicia, los conflictos de interés entre los derechos naturales de las personas, y que serán válidas en tanto el pueblo así lo mantenga. A continuación, todos los individuos se comprometerán a cumplir esas "reglas de juego" y obedecer al gobierno que las administre, cediéndoles parte de su poder y libertad, en vistas al bien común. Este compromiso es un “contrato” de todos los individuos entre sí, voluntariamente suscrito, que los convierte en ciudadanos del Estado creado por ellos mismos y al que ellos libremente se someten. 
Pero también, más adelante, es un compromiso o contrato entre los ciudadanos y los gobernantes, que ya nunca podrán gozar de un poder absoluto, sino limitado por las leyes básicas establecidas y los derechos naturales individuales cuya salvaguarda es la justificación última de todo poder político. Hasta el punto, esto último, de que, según Locke y otros, los ciudadanos tienen derecho a rebelarse y deponer por cualquier medio al gobierno que no cumple… con el contrato.

Así pues, la teoría política moderna establece estos niveles de soberanía o poder legítimo de las leyes y el gobierno:

(1) La razón. El poder de una ley es legítimo si está basado en la razón.
(2) Los derechos naturales individuales. El poder de una ley es legítimo si es expresión o está al servicio de las leyes o derechos naturales individuales (las leyes que obligan a respetar la vida, la libertad, la igualdad y, no sin discusión, la propiedad) que dictamina la razón.
(3) La soberanía popular. El poder de una ley es legítimo si es expresión de la voluntad de la mayoría, siempre que ésta no atente contra los derechos naturales individuales.  
(4) Las leyes básicas y el sistema político (constitución). El poder de la ley es legítimo si emana de las leyes que hemos convenido y que nos hemos comprometido (contrato social) a cumplir y hacer cumplir de acuerdo con la voluntad mayoritaria (soberanía popular).
(5) El gobierno representativo. El poder de una ley es legítimo si lo ejerce el gobierno que, por contrato (electoral) nos representa, y siempre que este cumpla con sus compromisos y respete las leyes básicas (constitución).

Como habréis adivinado, la teoría contractualista es el origen de la teoría democrática moderna. ¿Qué os parece? ¿Le encontráis alguna pega? ¿Creéis que hay algún sistema político aún mejor?









sábado, 14 de febrero de 2015

El significado político del carnaval


La función y el significado de las fiestas es un tema apasionante, y ha sido tratado por historiadores, antropólogos, sociólogos y filósofos. El sentido de una celebración es siempre múltiple y complejo, como le ocurre a cualquier manifestación cultural. Pero me voy a ceñir a uno de esos sentidos, que tiene especial relación con lo político: la fiesta como una institución generadora de orden y conformidad. Veamos.

Las leyes políticas, y el orden social que instituyen, no sirven de nada si la gente no las obedece, esto es, si carecen de poder. El poder, en general, es la capacidad para generar conformidad. Una ley o institución política es poderosa si la gente se conforma con ella y la obedece.

El poder u obediencia a la ley parece que se genera de dos formas: por coacción externa, sea “positiva” (mediante premios o sobornos), o “negativa” (mediante castigos y amenazas), y por convicción interna. Prácticamente, ningún régimen político se mantiene únicamente por coacción (siempre hay gente que no se deja someter por la fuerza o el soborno, y los que lo hacen, lo hacen solo externamente). El método más eficaz es la convicción, por el que las personas se someten voluntariamente a las leyes y aceptan el orden que estas establecen, en cuanto las perciben como legítimas o justas.

Ahora bien, ¿cómo lograr convencer a la gente de que las leyes que han de obedecer son legítimas? También aquí hay varias maneras. Una, tal vez ideal, podría ser el diálogo argumentativo (supuesta una educación racional previa), pero este medio es raro, y cuando se da en la práctica, en la medida en que se dé, nunca va solo, sino acompañado de otro, aparentemente más efectivo, que podemos llamar, el de la “seducción” emocional. Es aquí donde cabe situar esa función generadora de orden que atribuimos a la fiesta.

En todas las culturas existe un sinfín de sinfín de ritos y ceremonias colectivas, también llamadas “fiestas”, una de cuyas funciones es justificar, de modo fundamentalmente emotivo e inconsciente, el orden social y político establecido. Tal como han mostrado autores como Georges Balandier, las fiestas legitiman el orden de dos modos: directamente (escenificando el orden vigente), e inversamente (a través de la celebración del desorden). Habría así, desde este punto de vista, dos tipos básicos de fiesta: las que conmemoran la institución de la ley y el orden; y las llamadas “fiestas de inversión” (como el carnaval) en la que se celebra, de modo ritual, la ruptura con la ley y el orden (para regenerar, de modo sumamente “astuto”, el orden que se subvierte). Profundicemos en estos dos tipos de fiesta.

Las "fiestas de institución del orden" son muy variadas. En unos casos se celebra el orden de modo positivo. Por ejemplo, en las fiestas de entronización (se celebra la llegada al trono del rey o gobernante), las conmemoraciones patrias (el día del patrón, la fiesta nacional, el día de la victoria), los desfiles militares, las celebraciones religiosas (las romerías, la semana santa), el homenaje a los héroes de la patria, los días en que se celebran ciertos valores (el día internacional de los derechos humanos, el día del trabajo...), o incluso ciertos acontecimientos deportivos masivos. En otros casos también se celebra el orden, pero, cabe decir, en "negativo". Por ejemplo, en las ejecuciones públicas (antaño eran días de fiesta), o en ciertas celebraciones en las que se escenifica el castigo al “enemigo” común o "chivo expiatorio" (el hereje, el traidor, el criminal...). Es común, por ejemplo, en estas fiestas, que se pasee por las calles a la figura que representa al “villano”, para que sea objeto de burla y castigo por todo el pueblo.
En cualquier caso, algo común a todas estas fiestas es el especial tono estético con el que se busca dotar de eficacia (de poder de "convicción") a la conmemoración festiva, que tiene siempre un formato teatral (ritual, simbólico) rígidamente preestablecido (en estas fiestas no hay sorpresas, todo está previsto). En todas ellas se escenifican la jerarquía social (el desfile es un buen ejemplo de esto), los valores comunes (que son sacralizados, y de los que nadie osa burlarse), los modelos morales (los héroes, santos, dioses y sus hazañas), la majestad de los poderosos, la identidad y cohesión del grupo, así como su origen mítico y trascendente (casi siempre a través de un relato en el que el Orden vence al caos enemigo). Por supuesto, también se escenifica, con la misma eficacia teatral y estética, el castigo de todo aquel que osa “salirse” del orden y atentar contra él. Lo importante es que todas estas celebraciones dan una impronta “sagrada”: estética, emotiva, misteriosamente seductora, a la estructura social, al orden y a la ley, lo cual ejerce un poder de convicción casi irresistible.
¿Cómo desobedecer al policía que desfila en traje de gala, al son de un música solemne, y entre los vítores de todos, junto a una figuración teatral del dios llevado en andas por unos compungidos penitentes?...

Ahora bien. Estas fiestas (de institución del orden) no bastan para generar toda la conformidad que se precisa para que la sociedad (la ley) funcione. Todo orden social se “monta” sobre la represión o inhibición de fuerzas muy poderosas, y que están siempre latentes en los individuos. No son solo las pulsiones sexuales, o el uso libre de la violencia (los dos “impulsos” que primariamente se “civilizan” y reprimen en toda institución social, al decir de algunos antropólogos), sino algo socialmente más peligroso aún: la tentación de la duda, la crítica, la polisemia, la acción alternativa, el cuestionamiento no ya solo del orden social vigente, sino de cualquier otro orden posible. 
William-Adolphe Bouguereau. The Youth of Bacchus. (1884)
Estas poderosas fuerzas no se pueden someter fácilmente; hay que "darles salida", y esto podría ser la función del carnaval y del resto de “fiestas de inversión”. Son muchas: las saceas babilónicas, las crónicas griegas, las saturnales romanas, las  misas de locos medievales, las fiestas de esclavos antillanos, o todas las formas conocidas del carnaval -aunque en algunos casos este esté ya tan ritualizado que cueste trabajo reconocer en él su primitiva función—. En todas estas fiestas se escenifica justo lo contrario a lo que se celebra en el resto de las fiestas. En lugar de entronizar a un rey majestuoso, se hace desfilar a un bufón o a un grotesco “rey de burlas”. En lugar del héroe se celebra a un truhan pícaro y subversivo. En vez del orden tradicional, se inaugura un orden inverso: el mendigo es el rey, el burro hace de obispo, el varón se disfraza de mujer, y cada uno de su opuesto. La música majestuosa y emotiva de la celebración institucional se torna en ritmo desenfrenado, en baile improvisado, sin más coreografía que la natural del espasmo sexual. En lugar del discurso o el relato mítico del orden vigente, se abre paso la burla, la parodia, la crítica descarnada de todo, la risa sin censura (todo se vuelve cuestionable, risible). Los himnos se trastocan en canciones burlescas, los símbolos se invierten y desacralizan. Se busca la sorpresa, la aventura, en la bacanal y en la ingesta de sustancias enervantes. 
En los verdaderos carnavales, la policía, y todo asomo de orden, desaparecen de las calles. La violencia aflora, con la misma naturalidad que el sexo... El objetivo parece claro. Permitir, por unos días, que la fiesta conduzca al desorden más absoluto y, por tanto, a la convicción de la necesidad del orden que, tras los días del carnaval, vuelve triunfante (mediante una nueva escenificación teatral) a renovar su poder sobre el caos. En esta especie de mecanismo “metabólico” del poder, la inversión simbólica del orden ha de llegar a representarse en su grado más extremo, el de lo grotesco; solo así el poder se asegura una nueva y mayor demanda de orden y un renacimiento, temporalmente purificado, del deseo de conformidad. El mensaje del poder está claro: o el caos, o Yo.


Para más información sobre esta teoría de la función política de la fiesta puedes pulsar  aquí.







miércoles, 4 de febrero de 2015

¿Pueden los ciegos conocer el color azul? El debate entre empiristas y racionalistas.


Los micrófonos ocultos de la Caverna captaron hace poco esta conversación entre un Empirista (E) y un Racionalista (R). A ver que os parece.

E: ¡Los datos, los hechos, el experimento bien hecho! Gracias a todo eso el conocimiento ha avanzado a pasos de gigante desde la revolución científica del XVII hasta nuestros días.
R: Es decir, que las ideas verdaderas son las que se corresponden con los datos, vamos, con lo que vemos.
E: Básicamente sí. En la ciencia también se razona y se deduce, pero la piedra de toque para verificar una teoría científica es que sus predicciones se correspondan con los datos observables. Es decir, que el astrónomo (por dar un ejemplo) diga que tal cometa va a pasar por el cielo tal día a tal hora y… ¡pase!
R: ¿Y cómo estás tan seguro de que esta concepción empirista de la verdad es la verdadera?
E: No te entiendo.
R: Sí. Tú dices que lo verdadero es lo que coincide con lo que ves. ¿Pero cómo sabes que esto mismo es cierto? ¿Por qué crees que sólo es creíble lo que ves? ¿Ves también eso? ¿Se ha demostrado con algún experimento que los experimentos son la forma adecuada de averiguar la verdad?
E: No es necesario. Tú, como yo, aceptamos que la verdad es la correspondencia de nuestros pensamientos con la realidad. Y la realidad es este mundo que vemos. ¡Es de sentido común!
R: Bueno, eso que tú llamas de sentido común yo lo considero, más bien, una teoría sobre la realidad. Y no hay que aceptarla sin más. Pero dejemos ahora eso. ¿Qué ocurre con las verdades matemáticas o lógicas, como que dos más dos son cuatro? ¿También estas verdades dependen de la experiencia, de lo que vemos o experimentamos?
E: Este es un asunto complejo. Pero yo diría que sí. Los conceptos matemáticos son una generalización a partir de nuestra experiencia con las cosas físicas. Percibimos cosas distintas pero a la vez similares (por ejemplo, distintos árboles o pájaros), y de ahí obtenemos el concepto de cantidad o número: dos árboles, tres pájaros… Y con la geometría igual: dicen los historiadores que nació en Egipto y Babilonia, por la necesidad que tenían allí de medir con exactitud las parcelas agrícolas… Todo conocimiento es "a posteriori", posterior a la experiencia.
R: No sé qué pensar. Todas las verdades que surgen de la experiencia son probables.
E: ¿Cómo probables?
R: Sí. Dependen de lo que observamos en el mundo físico, ¿no? Pero el mundo físico es cambiante, por lo que ninguna verdad será para siempre verdadera. Sólo podremos decir que, de momento, las cosas ocurren así, pero: ¿Y mañana?...
E: Cierto. Todas las verdades son probables.
R: Incluso la verdad de que toda verdad es probable debería ser, según tú, probable, y también ésta última, y ésta, y… ¿Hasta que el conocimiento sea absolutamente improbable?...
E: Eso me parece una exageración sin fundamento empírico.
R: Tal vez. ¿Pero de veras crees que las verdades matemáticas son sólo probables? ¿Sería posible concebir o imaginar un mundo en que dos más dos fueran cinco?... Por otra parte, dices que aprendemos los números a partir de la experiencia de ver cosas distintas y a la vez similares. Dejando el tema de cómo algo puede ser distinto y a la vez similar, ¿no te parece que para ver cosas, dos o tres o las que sean, hace falta ya conocer de alguna manera los números?
E: ¿De qué manera? ¿Insinúas que los bebés vienen al mundo sabiendo ya aritmética? Eso me parece ridículo. Nacemos sin saber nada, y menos aún matemáticas. ¡Con lo difíciles que son!
R: Eso también me resulta difícil de creer. Si los bebes nacieran sin ninguna capacidad lógica, ¿podrían aprender algo? ¿Podrían entender la más mínima instrucción que se les diera? ¿Podríamos aprender algo a partir de cero?

E: Creo que tienes razón. Pero eso no obliga a asumir que sepamos matemáticas al nacer, ni que vengamos con “ideas innatas” al mundo. Simplemente, el cerebro humano cuenta con ciertos mecanismos con los que procesar la información desde que empieza a recibirla.
R: ¿Es entonces la lógica una especie de mecanismo cerebral?
E: Digamos que el cerebro funciona de cierta forma, y a eso luego le llamamos "lógica".
R: Que funciona de cierta forma quiere decir que funciona según la lógica (la llamemos como la llamemos). ¡Pero me cuesta trabajo creer que las leyes lógicas estén ahí, entre las neuronas, obligándolas a comportarse de cierta forma!
E: Eso es una caricatura, me temo. Hace falta estar muy puesto en psiconeurología para discutir de esto.
R: Vale. Pasemos a otro tema. Si la verdad depende de lo que veo, la verdad sólo será mi verdad. Pues mis visiones o experiencias sensoriales son personales e intransferibles. El conocimiento empírico sería así, además de probable, muy subjetivo. ¿No crees?
E: No, no creo. Una observación empírica no es lo que ve un sujeto cualquiera, sino lo que ve un grupo de expertos, que se aseguran de estar viendo lo mismo.
R: ¿Y cómo se aseguran de eso? ¿Puedo yo meterme en tu mente para saber que estas viendo lo mismo que yo?
E: No, claro. Basta con que describamos todos con exactitud lo que vemos.
R: O sea, que al final la verdad no es la correspondencia con lo que se ve, sino con lo que interpreta un grupo de expertos que se ve.
E: Claro.
R: ¿Pero cómo sabremos si su interpretación es correcta?
E: Porque son expertos en su ciencia. Saben mucho.
R: Pero yo creía que decías que el saber depende del ver. Y ahora me dices que el ver depende del saber. Esto del empirismo no es nada fácil.
E: Saber y ver dependen uno del otro.
R: Ya. ¿Pero son igual de importantes? ¿Se puede ver sin saber? ¿Podríamos ver algo de lo que no tuviéramos ni idea?...
E: Habría que pensarlo. Seguramente no.
R: Sí, mejor pensarlo que verlo. Yo creo que es imposible ver algo de lo que no tengamos ideas previas.
E: ¿Volvemos a las ideas innatas y los bebes sabios?
R:… Y por otra parte, creo que se pueden saber muchas cosas sin verlas, y ni tan siquiera imaginarlas, como las ideas matemáticas. Es más, estaría dispuesto a plantear que incluso un ciego de nacimiento podría saber perfectamente lo que es el color azul…
E: ¡Imposible! Por mucha física de los colores que supiera, no se puede saber del todo lo que es el azul si uno carece de vista.
R: ¿Quieres decir que hay cosas que no se pueden entender sin verlas?
E: Pues sí.
R: ¿Y que, por tanto, entender y ver son cosas distintas o, si quieres, partes distintas del conocimiento?
E: Sí.
R: Entonces ver no es entender, o, si quieres, ver es una forma de conocer que no tiene que ver con la inteligencia y las ideas.
E: Así es.
R: ¿Y no te parece que esto desdice lo que decíamos antes: que no se puede ver nada si no es a partir de ciertas ideas e interpretaciones?

1. Resume los principales argumentos de E contra R.
2. Resume los principales argumentos de R contra E.
3. ¿Qué opináis vosotros: sabemos según lo que vemos, o vemos según lo que sabemos?
4. ¿Podría un ciego de nacimiento, que contara con una teoría perfecta acerca de los colores, saber igual o mejor que nosotros lo que es el color azul?